PRIMERA LECCIÓN
1. PRINCIPIOS PRELIMINARES.
La
personalidad de Dios está involucrada en la idea de la Ley; y por tanto toda
moralidad está basada en la religión. Los principales significados de la palabra ley son:
(1) Un orden establecido en la secuencia de acontecimientos. Una ley,
en este sentido, es un mero hecho. Que los planetas estén separados del sol en
base de una proporción determinada; que las hojas de una planta estén
dispuestas en una espiral regular alrededor del tallo; y que una idea sugiera
otra por asociación, son hechos simples. Pero se les llama apropiadamente
leyes, en el sentido de órdenes secuenciales o relacionales establecidos.
También lo que se llaman leyes de la luz, del sonido, y de la afinidad química,
son, en su mayoría, meros hechos.
(2) Una fuerza con una actuación uniforme que determina la regular
secuencia de acontecimientos. En este sentido, las fuerzas físicas que
observamos actuando a nuestro alrededor son llamadas leyes de la naturaleza. La
gravedad, la luz, el calor, la electricidad y el magnetismo son fuerzas así. El
hecho de su actuación uniforme les da el carácter de leyes. Así el Apóstol se
refiere también a una ley de pecado en sus miembros que guerrea contra la ley
de su mente.
(3) Ley es aquello que vincula la conciencia. Impone la obligación de
conformarse a sus demandas a todas las criaturas racionales. Esto es cierto de
la ley moral en su sentido más amplio. Es también cierto de las leyes humanas
dentro de la esfera de su legítima acción. En todos estos sentidos de la
palabra, una ley implica un legislador; esto es, una inteligencia actuando
voluntariamente para alcanzar un fin.
La acción irregular o no
regulada de las fuerzas físicas produce caos; su acción ordenada produce el
cosmos. Pero una acción ordenada es una acción preestablecida, sostenida y
dirigida para el logro de un propósito. Esto es todavía más evidentemente
cierto con respecto a las leyes morales. El análisis más ligero de nuestros
sentimientos es suficiente para mostrar que la obligación moral es la
obligación de conformar nuestro carácter y conducta a la voluntad de un Ser
infinitamente perfecto, que tiene autoridad para hacer imperativa su voluntad,
y que tiene el poder y el derecho de castigar la desobediencia.
El sentimiento de culpa se
resuelve especialmente en una conciencia responsable delante de un gobernador
moral. Así, la ley moral es en su naturaleza la revelación de la voluntad de
Dios hasta allá donde esta voluntad tiene que ver con la conducta de Sus
criaturas. No tiene otra autoridad no otra sanción que la que deriva de Él. Lo
mismo sucede con respecto a las leyes de los hombres. No tienen poder ni
autoridad a no ser que tengan un fundamento moral. Y si tienen una base moral
de manera que vinculen a la conciencia, esta base tiene que ser la voluntad
divina.
La autoridad de los
gobernantes civiles, los derechos de propiedad, de matrimonio y todos los otros
derechos civiles, no descansan sobre abstracciones, ni sobre principios
generales de conveniencia. Se podrían echar a un lado sin ninguna culpabilidad
si no estuvieran sustentados por la autoridad de Dios. Por ello, toda
obligación moral se resuelve en la obligación de conformarse a la voluntad de
Dios. Así que el Teísmo es la base de la jurisprudencia así como de la
moralidad.
Principios Protestantes
limitando la obediencia a las leyes humanas. Hay otro principio considerado
fundamental por todos los protestantes, y es que la Biblia contiene toda la
norma de deber para los hombres en su actual estado de existencia. Nada puede
ligar legítimamente a la conciencia que no esté ordenado o prohibido por la
Palabra de Dios. Este principio es la salvaguarda de la libertad con que Cristo
ha hecho libre a Su pueblo. Si se renuncia a él, se está a merced de la Iglesia
externa, del Estado, o de la opinión pública. Es simplemente el principio de
que es justo obedecer a Dios antes que a los hombres.
Nuestra obligación de
prestar obediencia a las prescripciones humanas en cualesquiera de sus formas
descansa sobre nuestra obligación de obedecer a Dios; y, por tanto, siempre que
las leyes humanas están en conflicto con la ley de Dios estamos obligados a
desobedecerlas. Cuando los emperadores paganos ordenaron a los cristianos a
adorar a los ídolos, los mártires rehusaron. Cuando los papas y los concilios
mandaron a los protestantes rendir culto a la Virgen María y a reconocer la
supremacía del obispo de Roma, los mártires Protestantes rehusaron. Cuando les
demandaron a los Presbiterianos de Escocia sus gobernantes en la Iglesia y en
el Estado que se sometieran a la autoridad de obispos, rehusaron.
Cuando se les demandó a los Puritanos de
Inglaterra que reconocieran la doctrina de la «obediencia pasiva», de nuevo
rehusaron. Y es a la postura adoptada por estos mártires y confesores que le
debe el mundo toda la libertad civil y religiosa que ahora goza. La cuestión de
si alguna promulgación de la Iglesia o del Estado entra en conflicto con la
verdad o la ley de Dios debe ser decidida por cada persona individualmente. Es
en el individuo que pesa la responsabilidad, y por ello es a él, como
individuo, a quien pertenece el derecho de juzgar.
Aunque estos principios,
cuando se exponen como tesis, son reconocidos universalmente entre los
Protestantes, son sin embargo muy frecuentemente descuidados. Esto es cierto no
sólo en cuanto al pasado, cuando la Iglesia y el Estado reclamaron abiertamente
el derecho a hacer leyes que ligaran la conciencia. Es cierto en la actualidad.
Los hombres siguen insistiendo en el derecho de hacer pecado aquello que Dios
no prohíbe; y obligatorio aquello que Dios no ha mandado. Prescriben normas de
conducta y estipulaciones de comunión eclesial que no tienen sanción en la
Palabra de Dios.
Es tan deber para el pueblo
de Dios resistir tal usurpación como lo fue para los primitivos cristianos
resistirse a la autoridad de los Emperadores Romanos en cuestiones de religión,
o para los primitivos Protestantes rehusar reconocer el derecho del Papa a
decidir por ellos lo que debían creer y lo que debían hacer.
La esencia de la
incredulidad consiste en que el hombre ponga sus convicciones de la verdad y
del deber por encima de la Biblia. Esto puede ser hecho por fanáticos en la
causa de la benevolencia, así como por fanáticos en cualquier otra causa. En todo
caso, se trata de incredulidad como tal debería ser denunciada y resistida, a
no ser que estemos dispuestos a renunciar a nuestra adhesión a Dios, y a
hacemos los siervos de los hombres. Libertad
cristiana en asuntos indiferentes.
Es perfectamente consistente
con el principio acabado de citar que una cosa puede ser buena o mala según
ciertas circunstancias, y, por ello, puede ser a menudo malo hacer lo que la
Biblia no condena. El mismo Pablo circuncidó a Timoteo; sin embargo, les dijo a
los Gálatas que si se dejaban circuncidar, Cristo no les aprovecharía de nada.
Comer carne ofrecida en sacrificio a los ídolos era asunto de indiferencia.
Pero el Apóstol dijo: «Si la comida le es a mi hermano ocasión de caer, no
comeré carne jamás, para no poner tropiezo a mi hermano.»
Hay dos importantes
principios involucrados en estos hechos escriturarios.
El primero es que una cosa por sí misma
indiferente pueda llegar a ser hasta fatalmente mala si se hace con mala
intención. La circuncisión no era nada, y la incircuncisión no era nada. Poco
importaba que un hombre estuviera circuncidado o no. Pero si alguno se sometía
a la ordenada produce el cosmos. Pero una acción ordenada es una acción
preestablecida, sostenida y dirigida para el logro de un propósito.
Esto es todavía más
evidentemente cierto con respecto a las leyes morales. El análisis más ligero
de nuestros sentimientos es suficiente para mostrar que la obligación moral es
la obligación de conformar nuestro carácter y conducta a la voluntad de un Ser
infinitamente perfecto, que tiene autoridad para hacer imperativa su voluntad,
y que tiene el poder y el derecho de castigar la desobediencia.
El sentimiento de culpa se
resuelve especialmente en una conciencia responsable delante de un gobernador
moral. Así, la ley moral es en su naturaleza la revelación de la voluntad de
Dios hasta allá donde esta voluntad tiene que ver con la conducta de Sus
criaturas. No tiene otra autoridad no otra sanción que la que deriva de Él. Lo
mismo sucede con respecto a las leyes de los hombres. No tienen poder ni
autoridad a no ser que tengan un fundamento moral.
Y si tienen una base moral
de manera que vinculen a la conciencia, esta base tiene que ser la voluntad
divina. La autoridad de los gobernantes civiles, los derechos de propiedad, de
matrimonio y todos los otros derechos civiles, no descansan sobre
abstracciones, ni sobre principios generales de conveniencia. Se podrían echar
a un lado sin ninguna culpabilidad si no estuvieran sustentados por la
autoridad de Dios.
Por ello, toda obligación
moral se resuelve en la obligación de conformarse a la voluntad de Dios. Así
que el Teísmo es la base de la jurisprudencia así como de la moralidad. Principios Protestantes limitando la
obediencia a las leyes humanas. Hay otro principio considerado
fundamental por todos los Protestantes, y es que la Biblia contiene toda la
norma de deber para los hombres en su actual estado de existencia. Nada puede
ligar legítimamente a la conciencia que no esté ordenado o prohibido por la
Palabra de Dios.
Este principio es la
salvaguarda de la libertad con que Cristo ha hecho libre a Su pueblo. Si se
renuncia a él, se está a merced de la Iglesia externa, del Estado, o de la
opinión pública. Es simplemente el principio de que es justo obedecer a Dios
antes que a los hombres. Nuestra obligación de prestar obediencia a las
prescripciones humanas en cualesquiera de sus formas descansa sobre nuestra
obligación de obedecer a Dios; y, por tanto, siempre que las leyes humanas
están en conflicto con la ley de Dios estamos obligados a desobedecerlas.
Cuando los emperadores
paganos ordenaron a los cristianos a adorar a los ídolos, los mártires
rehusaron. Cuando los papas y los concilios mandaron a los protestantes rendir
culto a la Virgen Mana y a reconocer la supremacía del obispo de Roma, los
mártires Protestantes rehusaron. Cuando les demandaron a los Presbiterianos de
Escocia sus gobernantes en la Iglesia y en el Estado que se sometieran a la
autoridad de obispos, rehusaron.
Cuando se les demandó a los
Puritanos de Inglaterra que reconocieran la doctrina de la «obediencia pasiva»,
de nuevo rehusaron. Y es a la postura adoptada por estos mártires y confesores
que le debe el mundo toda la libertad civil y religiosa que ahora goza. La
cuestión de si alguna promulgación de la Iglesia o del Estado entra en
conflicto con la verdad o la ley de Dios debe ser decidida por cada persona
individualmente. Es en el individuo que pesa la responsabilidad, y por ello es
a él, como individuo, a quien pertenece el derecho de juzgar. Aunque estos
principios, cuando se exponen como tesis, son reconocidos universalmente entre
los Protestantes, son sin embargo muy frecuentemente descuidados.
Esto es cierto no sólo en
cuanto al pasado, cuando la Iglesia y el Estado reclamaron abiertamente el
derecho a hacer leyes que ligaran la conciencia. Es cierto en la actualidad.
Los hombres siguen insistiendo en el derecho de hacer pecado aquello que Dios
no prohíbe; y obligatorio aquello que Dios no ha mandado. Prescriben normas de
conducta y estipulaciones de comunión eclesial que no tienen sanción en la
Palabra de Dios. Es tan deber para el pueblo de Dios resistir tal usurpación
como lo fue para los primitivos cristianos resistirse a la autoridad de los
Emperadores Romanos en cuestiones de religión, o para los primitivos
Protestantes rehusar reconocer el derecho del Papa a decidir por ellos lo que
debían creer y lo que debían hacer.
La esencia de la
incredulidad consiste en que el hombre ponga sus convicciones de la verdad y
del deber por encima de la Biblia. Esto puede ser hecho por fanáticos en la
causa de la benevolencia, así como por fanáticos en cualquier otra causa. En
todo caso, se trata de incredulidad. Y como tal debería ser denunciada y
resistida, a no ser que estemos dispuestos a renunciar a nuestra adhesión a
Dios, y a hacernos los siervos de los hombres. Libertad cristiana en asuntos indiferentes. Es perfectamente
consistente con el principio acabado de citar que una cosa puede ser buena o
mala según ciertas circunstancias, y, por ello, puede ser a menudo malo hacer
lo que la Biblia no condena.
El mismo Pablo circuncidó a
Timoteo; sin embargo, les dijo a los Gálatas que si se dejaban circuncidar,
Cristo no les aprovecharía de nada. Comer carne ofrecida en sacrificio a los
ídolos era asunto de indiferencia. Pero el Apóstol dijo: «Si la comida le es a
mi hermano ocasión de caer, no comeré carne jamás, para no poner tropiezo a mi
hermano.» Hay dos importantes principios involucrados en estos hechos
escriturarios. El primero es que una cosa por sí misma indiferente pueda llegar
a ser hasta fatalmente mala si se hace con mala intención.
La circuncisión no era
nada, y la incircuncisión no era nada. Poco importaba que un hombre estuviera
circuncidado o no. Pero si alguno se sometía a la circuncisión como acto de
obediencia legal, y como condición necesaria de su justificación delante de
Dios, rechazaba con ello el Evangelio, o, tal como lo expresa el Apóstol, caía
de la gracia. Renunciaba al método de justificación por gracia, y Cristo dejaba
de aprovecharle. De la misma manera, comer carne que había sido ofrecida en
sacrificio a un ídolo era cuestión indiferente. «La comida», dice Pablo, «no
nos recomienda delante de Dios; porque ni si comemos vamos por ello mejor, ni
si no comemos vamos por ello peor.»
Sin embargo, si alguien
comía carne como acto de reverencia al ídolo, o bajo circunstancias que
implicaran que era un acto de culto, era culpable de idolatría. Y, por tanto,
el Apóstol enseñaba que la participación en fiestas celebradas dentro de los
recintos del templo de un ídolo era idolatría. El otro principio es que, con
independencia de cuál sea nuestra intención, pecamos contra Cristo cuando
hacemos un uso tal de nuestra libertad, en asuntos indiferentes, que hacemos
que otros tropiecen.
En el primero de estos
casos, el pecado no estaba en circuncidarse, sino en hacer de la circuncisión
una condición de la justificación. En el segundo caso, la idolatría consistía
en no comer carne ofrecida en sacrificio a los ídolos, sino en comerla como
acto de culto al ídolo. Y en el tercer caso, el pecado residía no en afirmar
nuestra libertad en cuestiones indiferentes, sino en hacer tropezar a otros.
LAS
NORMAS QUE LAS ESCRITURAS ESTABLECEN DE MANERA CLARA ACERCA DE ESTA CUESTIÓN
SON:
(1) Que ningún individuo ni grupo tiene derecho a declarar pecaminoso
aquello que Dios no prohíbe. No había pecado en circuncidarse, ni en comer
carne, ni en observar los días sagrados de los hebreos.
(2) Que es una violación de la ley del amor, y por ello mismo un
pecado contra Cristo, emplear de tal manera la propia libertad que lleve a
otros a pecar. «Tened cuidado», dice el Apóstol, «no sea que por esta vuestra
libertad lleguéis a ser piedra de tropiezo para los débiles.» «Cuando pecáis de
esta manera contra los hermanos, y herís su débil conciencia, pecáis contra
Cristo» (1 Co 8:9, 12). «Es bueno (esto es, moralmente obligatorio) ni comer
carne, ni beber vino, ni hacer nada por lo que tu hermano tropiece, o se
ofenda, o se debilite.» «Todas las cosas son ciertamente limpias, pero es malo
para aquel hombre que come con mala conciencia» (Ro 14:21, 20).
(3) Nada en sí mismo indiferente puede ser constituido como una
obligación universal y permanente. El hecho de que fuera malo en Galacia
someterse a la circuncisión no significa que fuera mala para Pablo circuncidar
a Timoteo. El hecho de que fuera malo en Corinto comer carne no significa que
sea mala siempre y en todo lugar. Una obligación que surja de las
circunstancias tiene que variar con las circunstancias.
(4) Es cuestión del libre juicio cuando sea obligatorio abstenerse
del uso de cosas indiferentes. Nadie tiene derecho a decidir esta cuestión por
otros. Ningún obispo, sacerdote ni tribunal eclesiástico tiene derecho a
decidirlo. En caso contrario no seria asunto libre. Pablo reconocía
constantemente el derecho (exousia)
de los cristianos a juzgar de tales casos por ellos mismos.
No lo reconoce sólo implícitamente, sino que lo dice de manera
expresa, y condena a los que quisieran poner esto en tela de juicio. «El que
come, no menosprecie al que no come, y el que no come, no juzgue al que come;
porque Dios le ha recibido. ¿Quién eres tú para juzgar al criado ajeno? Para tu
propio señor está en pie, o cae; pero estará firme, porque poderoso es el Señor
para sostenerle en pie.» «Uno hace diferencia entre día y día; otro juzga
iguales todos los días.
Que cada uno esté plenamente convencido en su propia mente» (Ro
14:3,4,5). Es un dicho común que cada hombre tiene un papa en su seno. Esto es,
la inclinación a enseñorearse de la heredad de Dios es casi universal. Los
hombres desean que sus opiniones acerca de las cuestiones morales sean hechas
ley para ligar las conciencias de sus hermanos. Esta es una usurpación igual de
grande de una prerrogativa divina cuando lo hace un cristiano individual o un
tribunal eclesiástico que si lo hace el Obispo de Roma. Estamos tan obligados a
resistirlo en un caso como en el otro.
(5) Está involucrado en lo que se ha dicho que el uso que haga un
hombre de su libertad cristiana nunca puede ser la base de una censura
eclesiástica ni una condición para la comunión cristiana. Diferentes clases de leyes. Al
estudiar la Biblia como conteniendo una revelación de la voluntad de Dios, lo
primero que atrae la atención es la gran diversidad de preceptos contenidos en
ella.
Esta diferencia tiene que ver con la naturaleza de los preceptos,
y la base sobre la que descansan, o la razón por la que son obligatorios.
1. Hay leyes que están basadas en la naturaleza de Dios. A esta
clase pertenece el mandamiento de amar supremamente a Dios, de ser justo,
misericordioso y gentil. El amor debe ser siempre y en todas partes
obligatorio. La soberbia, la envidia y la malicia tienen que ser siempre y en
todo lugar malas. Estas leyes son vinculantes para todas las criaturas
racionales, tanto ángeles como hombres. El criterio de estas leyes es que son
absolutamente inmutables e indispensables. Cualquier cambio en ellas implicaría
no meramente un cambio en las relaciones humanas, sino también en la misma
naturaleza de Dios.
2. Una segunda clase de leyes incluye aquellas que están basadas en
las relaciones permanentes de los hombres en su actual estado de la existencia.
Estas son las leyes morales, en distinción a las leyes meramente estatutarias.
acerca de la propiedad, matrimonio y los deberes de padres e hijos, o de
superiores e inferiores. Tales leyes conciernen a los hombres sólo en su actual
estado de ser. Pero son permanentes en tanto que persisten las relaciones que
contemplan.
Algunas de estas leyes son vinculantes para los hombres como
tales; otras para los maridos como maridos, para las mujeres como mujeres, y a
los padres e hijos como tales, y consiguientemente son vinculantes para todos
aquellos que sustentan estas varias relaciones. Están basadas en la naturaleza
de las cosas, como se dice; esto es, sobre la constitución que Dios ha
considerado oportuno ordenar. Esta constitución pudiera haber sido diferente, y
estas leyes no habrían tenido entonces ocasión.
El derecho a la propiedad hubiera podido no existir. Dios hubiera
podido hacer todas las cosas tan comunes como la luz del sol o el aire. Los
hombres hubieran podido ser como los ángeles, ni casándose ni dándose en casamiento.
Bajo tal constitución no hubiera habido ocasión para una multitud de leyes que
son ahora de obligación universal y necesaria.
3. Una tercera clase de leyes tienen su base en ciertas relaciones
temporales de los hombres, o condiciones de la sociedad, y están puestas en
vigor por la autoridad de Dios. A esta clase pertenecen muchas de las leyes
judiciales o civiles de la antigua teocracia; leyes que regulan la distribución
de la propiedad, los deberes de maridos y mujeres, el castigo de los crímenes,
etc. Estas leyes eran la aplicación de principios generales, de justicia y de
derecho a las peculiares circunstancias del pueblo hebreo.
Estas disposiciones son vinculantes sólo para aquellos que están
en las circunstancias contempladas en la ley, y dejan de ser obligatorias
cuando estas circunstancias cambian. Es siempre y en todas partes justo que el
crimen sea castigado, pero la clase o grado de castigo puede variar con la
variable condición de la sociedad. Es siempre justo que los pobres sean ayudados,
pero una manera de cumplir este deber puede ser apropiado en una era y país, y
otra preferible en otros tiempos y lugares.
Así, todas aquellas leyes en el Antiguo Testamento que tenían su
base en las peculiares circunstancias de los hebreos, dejaron de ser
vinculantes cuando se desvaneció la antigua dispensación. Es a menudo difícil
determinar a cuál de las dos últimas clasificaciones pertenecen ciertas leyes
del Antiguo Testamento, y por ello decidir si son todavía obligatorias o no.
Unos males lamentables han sido consecuencia de errores en cuanto a este punto.
Las teorías de la unión entre la Iglesia y el Estado, del derecho
de los magistrados a interferir autoritativamente en cuestiones de religión, y
del deber de la persecución, por lo que respecta a su autoridad Escrituraria,
descansan sobre una transferencia de unas leyes basadas en las relaciones
temporales de los hebreos a las relaciones cambiadas de los cristianos. Por
cuanto los reyes hebreos eran los guardianes de ambas tablas de la Ley, y se
les ordenaba suprimir la idolatría y toda falsa religión, se infirió que éste
seguía siendo el deber del magistrado cristiano.
Por el hecho de que Samuel despedazó a Agag se infirió que era
justo tratar de manera parecida con los herejes. Nadie puede leer Ia historia
de la Iglesia sin quedar impresionado por los terribles males que surgieron de
este error. Por otra parte, hay algunas de las leyes judiciales del Antiguo
Testamento que estaban verdaderamente fundadas sobre las relaciones permanentes
de los hombres, y por ello que estaban designadas para una obligación perpetua,
que muchos han repudiado como peculiares de la antigua dispensación.
Así sucede con algunas de las leyes tocantes al matrimonio, y con
la inflicción de la pena capital por el crimen del asesinato. Si se pregunta:
¿Cómo debemos determinar si alguna ley judicial del Antiguo Testamento sigue
estando en vigor?, la respuesta es, primero, Cuando la autoridad continuada de
tal ley es reconocida en el Nuevo Testamento. Esto, para el cristiano, es
decisivo. Y segundo, Si la razón o base para una determinada ley es permanente,
la ley misma es permanente.
4. La cuarta clase de leyes son las llamadas positivas, que derivan
toda su autoridad de un mandamiento explícito de Dios. Tales son los ritos y
ceremonias externos, como la circuncisión, los sacrificios, y la distinción
entre animales limpios e impuros, y entre meses, días y años. El criterio de
estas leyes es que no serian vinculantes a no ser que fueran positivamente
promulgadas; y que son vinculantes para aquellos para quien fueron dadas, y
sólo en tanto que permanezcan en vigor por disposición de Dios.
Estas leyes pueden haber
respondido a fines importantes, y es indudable que hubo razones válidas para su
imposición; sin embargo, son específicamente diferentes de aquellos
mandamientos que son en su naturaleza moralmente obligatorios. La obligación a
obedecer tales leyes no surge de su idoneidad para el fin para el que fueron
dadas, sino únicamente por el mandato divino. ¿Hasta dónde se pueden dejar de lado las leyes contenidas en la Biblia?
Ésta es una cuestión muy debatida entre Protestantes y Romanistas. Los
Protestantes mantienen que la Iglesia no tenia el poder que los Romanistas
pretenden de liberar a los hombres de la obligación de un juramento, ni de
hacer legítimos los matrimonios que sin la sanción de la Iglesia serían
inválidos.
La Iglesia no tiene ni la
autoridad de echar de lado ninguna ley de Dios, ni de decidir las
circunstancias bajo las que una ley divina deja de ser obligatoria, de modo que
siga siéndolo hasta que la Iglesia declare que las partes están libres de su
obligación.
ACERCA
DE ESTA CUESTIÓN ESTÁ CLARO:
(1) Que nadie sino Dios puede liberar a los hombres de la obligación
de ninguna ley divina que Él haya impuesto sobre ellas.
(2) Que con respecto a las leyes positivas del Antiguo Testamento y
de aquellas disposiciones judiciales designadas exclusivamente para los hebreos
viviendo bajo la teocracia, todo ello quedó abolido por la introducción de la
nueva dispensación. Ya no estamos bajo la obligación de circuncidar a nuestros
hijos, de guardar la Pascua, ni la fiesta de los tabernáculos, ni de subir a
Jerusalén tres veces al año, ni de demandar ojo por ojo o diente por diente.
(3) Con respecto a aquellas leyes que están basadas en las relaciones
permanentes de los hombres, pueden ser echadas a un lado por la autoridad de
Dios. No estuvo mal para los hebreos despojar a los egipcios o desposeer a los
cananeos, por cuanto Aquel de quien es la tierra y su plenitud autorizó estos
actos.
Tenía derecho a arrebatar
la propiedad de un pueblo y dársela a otro. El exterminio de los habitantes
idólatras de la tierra prometida bajo el caudillaje de Josué fue un acto de
Dios, tanto como si hubiera sido llevado a cabo mediante la peste y el hambre.
Fue una ejecución judicial ordenada por el Supremo Gobernante. De la misma
manera, aunque el matrimonio tal como había sido instituido por Dios fue y
sigue siendo un pacto indisoluble entre un hombre y una mujer, sin embargo
considero adecuado permitir, bajo la Ley de Moisés, y dentro de ciertas
limitaciones, tanto la poligamia como el divorcio. Mientras la permisión estaba
en pie, estas cosas eran legítimas.
Cuando fue retirada,
dejaron de ser permisibles. Cuando una
Ley divina es predominada por otra. La anterior clasificación de las
leyes divinas, que es la que generalmente se adopta, muestra que difieren en su
dignidad e importancia relativas. Por ello, cuando entran en conflicto, lo
inferior tiene que ceder ante lo superior. Esto es lo que se nos enseña cuando
Dios dice: «Misericordia quiero, y no sacrificio.» Y nuestro Señor dice
asimismo: «El sábado fue hecho para el hombre, y no el hombre para el sábado»,
y, por tanto, el sábado podía ser violado cuando los deberes de la misericordia
lo hicieran necesario.
Todo a lo largo de las
Escrituras encontramos las leyes positivas subordinadas a las de la obligación
moral. Cristo aprobó al maestro de la ley que dijo que amar a Dios con todo el
corazón, y a nuestro prójimo como a nosotros mismos, «es más que todos los
holocaustos y sacrificios.» La
perfección de la Ley.
La perfección de la ley
moral tal como es revelada en las Escrituras incluye los puntos ya
considerados:
(1) Que todo lo que la Biblia declara mala, es mala; que todo lo que
declara bueno, es bueno.
(2) Que nada es pecaminoso si la Biblia no lo condena; y que nada es
obligatorio para la conciencia si no lo ordena.
(3) Que la Escritura es la regla completa del deber, no sólo en el
sentido acabado de declarar, sino en el sentido de que no hay ni puede haber
una norma más elevada de excelencia moral. La ley del Señor, por tanto, es
perfecta en todos los sentidos de la palabra.
EL
DECÁLOGO.
La cuestión de si el
Decálogo es una norma perfecta del deber debe ser contestada, en un sentido, de
manera afirmativa.
(1) Porque ordena amar a Dios y al hombre, lo cual, como enseña
nuestro Salvador, incluye todos los otros deberes.
(2) Porque nuestro Señor lo presentó como un código perfecto, cuando
le dijo al joven en el Evangelio: «Haz esto, y vivirás.»
(3) Cada mandamiento específico registrado en los otros lugares puede
ser referido a alguno de sus varios mandamientos. De manera que la perfecta obediencia
al Decálogo en su espíritu seria perfecta obediencia a la ley.
Sin embargo, hay muchas
cosas que son obligatorias para nosotros que sin una adicional revelación de la
voluntad de Dios que la contenida en el Decálogo nunca habríamos conocido como obligatorias.
El gran deber de los hombres bajo el Evangelio es la fe en Cristo. Esto es lo
que nuestro Señor enseña cuando dice: «Ésta es la obra de Dios, que creáis en
aquel que él ha enviado.» Esto incluye o produce todo lo que se demanda de
nosotros tanto en cuanto a fe como en cuanto a práctica. Por ello, el que cree
será salvo.
SEGUNDA LECCIÓN
2. LA DIVISIÓN DEL CONTENIDO DEL DECÁLOGO.
Como la ley fue dada en el
Sinaí y escrita en dos tablas de piedra, es llamada repetidamente en la
Escritura «Las Diez Palabras», o, como en la versión castellana de Éxodo 34:28,
«Los diez mandamientos», no hay duda alguna de que la ley debe ser dividida en
diez preceptos distintos. (Véase Dt 4:13, y 10:4). Este sumario de deberes
morales es llamado también en la Escritura «El Pacto», al contener los
principios fundamentales del solemne contrato entre Dios y su pueblo escogido.
Aún más frecuentemente es llamado «El Testimonio», como el testimonio de la
voluntad de Dios acerca del carácter y de la conducta humanos.
El decálogo aparece en dos formas que difieren
ligeramente entre ellas. La forma original se encuentra en Éxodo, capítulo
veinte; la otra, en Deuteronomio 5:6- 21. Las principales diferencias entre
ellas son:
Primero, que el
mandamiento acerca del Sábado es en Éxodo promulgado con referencia a que Dios
reposó en el día séptimo, después de la obra de la creación, mientras que en
Deuteronomio es inculcado con referencia a la liberación por parte de Dios de
Su pueblo de Egipto.
Segundo, en el
mandamiento acerca de la codicia se dice en Éxodo: «No codiciarás la casa de tu
prójimo, no codiciarás la mujer de tu prójimo», etc.
En ambas cláusulas la
palabra es chamad. En Deuteronomio es: «No codiciarás» chamad la
mujer de tu prójimo, ni desearás ‘awah la casa de tu prójimo», etc. Esta última diferencia ha sido
presentada como cuestión importante. Las Escrituras mismas deciden la cantidad
de mandamientos, pero no en todos los casos cuáles son. No quedan numerados
como primero, segundo, tercero, etc.
La consecuencia es que se
han adoptado diferentes modos de división. Los judíos adoptaron desde un
período antiguo, la disposición que siguen reconociendo. Consideran las
palabras en Éxodo 20:2 como constituyendo el primer mandamiento: «Yo soy Jehová
tu Dios, que te saqué de la tierra de Egipto, de casa de servidumbre». El
mandamiento es que el pueblo debía reconocer a Jehová como su Dios; y la
especial razón que se da para este reconocimiento es que Él los había libertado
de la tiranía de los egipcios.
Sin embargo, estas palabras
no tienen la forma de un mandamiento. Constituyen el prefacio o la introducción
a las solemnes instrucciones que siguen. Al hacer del prefacio uno de los
mandamientos se hizo necesario preservar el número diez uniendo el primero con el
segundo, tal como se disponen comúnmente. Se consideraron el mandamiento «No
tendrás dioses ajenos delante de mí» y «No te harás imagen ni ninguna
semejanza» como sustancialmente lo mismo, siendo este último meramente una
ampliación de lo anterior.
Un ídolo era un falso dios;
el culto a los ídolos era por ello tener otros dioses aparte de Jehová.
Agustín, y tras él las iglesias Latina y Luterana, concordaron con los judíos
en unir el primer y segundo mandamientos, pero difirieron de él en cuanto a la división
del décimo. Sin embargo, hay una diferencia en cuanto al modo de la división.
Agustín siguió el texto de Deuteronomio, e hizo que las palabras «No codiciarás
la mujer de tu prójimo» el noveno mandamiento, y las palabras «Ni desearás la
casa de tu prójimo», etc., el décimo.
Esta división estaba
demandada por la unión del primero y segundo, y fue justificada por Agustín
sobre la base de que la «cupido impune
voluptatis» es un delito distinto de la «cupido impuri lucri». Sin embargo, la Iglesia de Roma se adhiere
al texto según aparece en Éxodo, haciendo de la cláusula «No codiciarás la casa
de tu prójimo» el noveno, y lo que sigue: «No codiciarás la mujer de tu
prójimo, ni su siervo, ni su criada, ni su buey, ni cosa alguna de tu prójimo»,
el décimo mandamiento.
El tercer método de
ordenamiento es el adoptado por Josefo, Filón y Orígenes, y aceptado por la
Iglesia Griega, y también por la Latina hasta la época de Agustín. Durante la
Reforma fue adoptado por los Reformados, y tiene la sanción de casi todos los
modernos teólogos. Según esta disposición, el primer mandamiento prohíbe el
culto a los falsos dioses; el segundo, el uso de ídolos en el culto divino.
El mandamiento «No
codiciarás» es tomado como un mandamiento. ... Argumentos en favor de la disposición adoptada por los Reformados. Hay
dos cuestiones a determinar. Primero: ¿Se debería unir o separar el mandamiento
acerca de la idolatría?
EN FAVOR
DE CONSIDERARLOS COMO DOS MANDAMIENTOS DISTINTOS SE PUEDE APREMIAR LO
SIGUIENTE:
(1) Que a través de todo el Decálogo, se introduce un nuevo
mandamiento mediante una instrucción o prohibición taxativas: «No tomarás, el
nombre de Jehová tu Dios en vano»; «No matarás»; «No hurtarás», etc. Esta es la
forma en que se introducen los nuevos mandamientos. Por ello, el hecho de que
el mandamiento «No tendrás dioses ajenos delante de mí» queda distinguido por
la repetición de la orden: «No te harás imagen ni ninguna semejanza» es una
indicación de que estaban dados como mandamientos diferentes. El décimo mandamiento
es desde luego una excepción a esta regla, pero el principio se mantiene en
todos los otros casos.
(2) Las cosas prohibidas son de naturaleza distinta. La adoración de
dioses falsos es una cosa; el empleo de imágenes en e1 culto divino es otra.
Por ello, demandan prohibiciones separadas.
(3) Estos delitos no sólo son diferentes en su propia naturaleza,
sino que diferían también en la comprensión de los judíos. Los judíos
consideraban la adoración de los falsos dioses, y el uso de imágenes en el
culto al Dios verdadero, como cosas muy diferentes. Eran severamente castigados
por ambas transgresiones. Por ello, tanto las consideraciones externas como las
internas están en favor de retener la división que ha sido durante tanto tiempo
y tan extensamente en la Iglesia.
La segunda cuestión tiene
que ver con la división del décimo mandamiento. Se admite que hay diez
mandamientos. Por lo tanto, si los dos mandamientos «No tendrás dioses ajenos»
y «No te harás imagen», son distintos, no hay lugar para la pregunta de si el
mandamiento acerca de codiciar ha de ser dividido. Lo que se prohíbe es la
codicia, cualquiera que sea su objeto…. La distinción no es reconocida en
ningún lugar de la Escritura. Al contrario, el mandamiento «No codiciarás» es
en otros pasajes dado como un mandamiento.
Pablo dice en Romanos 7:7:
«Yo no conocí el pecado sino por la ley; porque tampoco habría sabido lo que es
la concupiscencia, si la ley no dijera: No codiciarás.» Y en Romanos 13:9, al
enumerar las leyes que prohíben pecados contra nuestros prójimos, Pablo da como
un mandamiento: «No codiciarás».
EL PREFACIO A LOS DIEZ MANDAMIENTOS.
«Yo soy Jehová tu Dios, que
te saqué de la tierra de Egipto, de casa de servidumbre. No tendrás dioses
ajenos delante de mí.» Con estas palabras se enseña el Teísmo y el Monoteísmo,
el fundamento de toda religión. La primera cláusula es el prefacio, o
introducción al Decálogo. Presenta la base de la obligación y el especial
motivo por el que se demanda la obediencia. Se debe a que los mandamientos que siguen
son las palabras de Dios que vinculan la conciencia de todos aquellos a quienes
se dirige.
Es por cuanto son las
palabras del Dios del Pacto y Redentor de Su pueblo que estamos especialmente
ligados a darle obediencia. La historia parece demostrar que la cuestión de si
el Infinito es una persona no puede recibir respuesta satisfactoria por parte
de la razón no asistida del hombre. El hecho histórico es que la gran mayoría
de los que han buscado la solución de esta cuestión en los principios filosóficos
la han contestado en sentido negativo. Por tanto, es imposible estimar de
manera debida la importancia de la verdad involucrada en el uso del pronombre
«Yo» en estas palabras.
Es una persona la que es
aquí presentada. De esta persona se afirma, primero, que es Jehová; y segundo,
que Él es el Dios del pacto de Su pueblo. En primer lugar, al llamarse a Si
mismo Jehová, Dios revela que Él es la persona conocida a Su pueblo por este
nombre, y que Él es en Su naturaleza todo lo que este nombre comporta. La etimología
y significación del nombre Jehová parece ser dada por el mismo Dios en Éxodo
3:13, 14, donde está escrito: «Dijo Moisés a Dios: He aquí que llego yo a los
hijos de Israel, y les digo:
El Dios de vuestros padres
me ha enviado a vosotros. Si ellos me preguntan: ¿Cuál es su nombre?, ¿qué les
responderé? Y respondió Dios a Moisés: YO SOY EL QUE SOY. Y dijo: Así dirás a
los hijos de Israel: El YO SOY me ha enviado a vosotros.» Así, Jehová es el YO
SOY; una persona siempre existente y siempre la misma. La auto-existencia, la
eternidad y la inmutabilidad quedan incluidas en el significado del término.
Siendo ello así, el nombre Jehová es presentado al pueblo de Dios como la base
de la confianza;- como en Deuteronomio 32:40 e Isaías 40:28: «¿No has sabido,
no has oído que el Dios eterno, Jehová, el cual creó los confines de la tierra,
no desfallece, ni se fatiga con cansancio? Su inteligencia es inescrutable.»
Pero estos atributos naturales no serían base para la confianza si no
estuvieran asociados con la excelencia moral.
Aquel que como Jehová es
declarado infinito, eterno e inmutable en Su ser, no es menos infinito, eterno
e inmutable en Su conocimiento, sabiduría, santidad, bondad y verdad. Así es la
persona cuyos mandamientos están registrados en el Decálogo. En segundo lugar,
no es sólo la naturaleza del Ser que habla, sino la relación que tiene con Su
pueblo la que es aquí revelada. «Yo soy Jehová tu Dios.» La palabra Dios tiene
un significado determinado del que no tenemos la libertad de apartamos. No
podemos poner en lugar de la idea que quiere expresar esta palabra en las
Escrituras y en el lenguaje ordinario ningún concepto arbitrario filosófico
nuestro.
Dios es el Ser que, debido
a que Él es todo lo que implica la palabra Jehová, es el objeto apropiado del
culto, esto es, de todos los afectos religiosos, y de su expresión apropiada,.
Así, Él es el único objeto apropiado del amor supremo, de la suprema adoración,
gratitud, confianza y sumisión. A Él tenemos que confiarnos y obedecer. Jehová
no sólo es Dios, sino que Él le dice a Su pueblo colectiva e individualmente:
«Yo soy tu Dios.» Esto es, no sólo el Dios al que Su pueblo debe reconocer y
adorar, sino también que ha entrado en un pacto con ellos, prometiendo ser Dios
de ellos, ser todo lo que Dios puede ser para Sus criaturas e hijos, bajo la
condición de que consientan en ser Su pueblo.
El pacto especial que Dios
concertó con Abraham, y que fue solemnemente renovado en el Monte Sinaí, fue
que Él daría a los hijos de Abraham la tierra de Palestina como su posesión, y
que les bendeciría en aquella herencia con la condición de que mantuvieran las
leyes que les habían sido entregadas por Su siervo Moisés. Y el pacto que Él ha
hecho con los hijos espirituales de Abraham es que Él será el Dios de ellos
para el tiempo y la eternidad bajo la condición de que ellos reconozcan,.
reciban y se confíen a Su Hijo unigénito, la prometida simiente de Abraham, en
quien todas las naciones de Ia tierra serán benditas.
Y como en este pasaje la
redención de los hebreos de su esclavitud en Egipto es mencionada como la
prenda de la fidelidad de Dios a Su promesa a Abraham, y la base especial de la
obligación de los hebreos a reconocer a Jehová como Dios de ellos, así la
misión del Hijo Eterno para la redención del mundo es a una la prenda de la
fidelidad de Dios a la promesa dada a nuestros primeros padres después de su
caída, y la base especial de nuestra adhesión a nuestro Dios del pacto y Padre.
TERCERA LECCIÓN
EL PRIMER MANDAMIENTO.
El primer mandamiento es:
«No tendrás dioses ajenos delante de mí.» Yo, esto es, la persona cuyo nombre y
naturaleza, y cuya relación con este pueblo son dadas en las palabras
anteriores, y solamente yo, seré reconocido por vosotros como Dios. Así, este mandamiento
incluye, primero, la orden de reconocer a Jehová como el verdadero Dios.
POR CUANTO ESTE RECONOCIMIENTO TIENE QUE SER
INTELIGENTE Y SINCERO, INCLUYE:
1.
Conocimiento. Tenemos que conocer quién o
qué es Jehová. Esto implica un conocimiento de Sus atributos, de Su relación
con el mundo como creador, preservador y gobernante del mismo, y especialmente
de Su relación con Sus criaturas racionales y con Su propio pueblo escogido.
Esto, naturalmente, involucra un conocimiento de nuestra relación con Él como
criaturas dependientes y responsables, y como objetos de Su amor redentor.
2. Fe. Tenemos que creer que Dios es, y que Él es lo que Él dice
que es; y que nosotros somos Sus criaturas e hijos.
3. Confesión. No es suficiente reconocer secretamente en nuestros corazones a
Jehová como el Dios verdadero. Tenemos que mantener nuestra fe en Él como el
único Dios vivo y verdadero, abiertamente y bajo todas las circunstancias y a
pesar de toda oposición, sea de magistrados o de filósofos. Esta confesión debe
ser hecha no sólo mediante la confesión de los labios al repetir el Credo, sino
por todos los actos apropiados de culto en público y privado, por alabanza,
oración y acción de gracias.
4. Este reconocimiento de Jehová como nuestro Dios incluye el
ejercicio para con Él de todos los afectos religiosos: de amor, temor,
reverencia, gratitud, sumisión y devoción. Y como éste no es un deber ocasional
que deba ser cumplido en ciertos tiempos y lugares, sino de obligación
perpetua, lo que se demanda es un estado habitual de la mente. El
reconocimiento de Jehová como nuestro Dios involucra un sentimiento constante
de Su presencia, de Su majestad, de Su bondad y de Su providencia, y de nuestra
dependencia, responsabilidad y obligación.
El segundo aspecto,
negativo, del mandamiento es la condenación de dejar de reconocer a Jehová como
el Dios verdadero; dejar de creer Su existencia y atributos, en Su gobierno y
autoridad; dejar de confesarle delante de los hombres; y dejar de rendirle la
reverencia interior y el homenaje externo que le son debidos, esto es, el
primer mandamiento prohíbe el Ateísmo, sea teórico o práctico.
Además prohíbe reconocer a
cualquier otro que a Jehová como Dios. Esto incluye la prohibición de adscribir
atributos divinos a ningún otro ser, dar a criatura alguna el homenaje o la
obediencia debidos a sólo a Dios o ejercitar hacia persona u objeto
cualesquiera estos sentimientos de amor, confianza y sumisión que pertenecen de
derecho sólo a Dios. Por ello, constituye una violación de este mandamiento
bien negligir el pleno y sincero reconocimiento de Dios como Dios, bien dar a
cualquier criatura el puesto en nuestra confianza y Dios que sólo se deben a
Dios.
Éste
es el principal de todos los mandamientos. El deber que se desprende de este mandamiento es el más alto deber
del hombre. Así resulta en la estimación de Dios por la expresa declaración de
Cristo. Cuando se le preguntó: «¿Cuál es el gran mandamiento en la ley?», le
respondió: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, y
con toda tu mente. Éste es el primero y gran mandamiento» (Mt 22:37, 38).
También lo es para la razón.
Por la misma naturaleza del
caso tiene que ser el más alto deber de todos los seres racionales que la
excelencia infinita debe ser reverenciada; que Aquel que es el autor de nuestro
ser y el dador de todas nuestras misericordias, Aquel de quien dependemos
absolutamente, y ante quien somos responsables, Aquel que es el poseedor
legítimo de nuestras almas y cuerpos, y cuya voluntad es la más excelsa norma del
deber, sea debidamente reconocido por Sus criaturas.
Es además el primero y
mayor de los mandamientos si se mide por la influencia que la obediencia a esta
instrucción tiene sobre el alma misma. Pone a la criatura en su relación
apropiada con Dios, de quien depende su propia excelencia y bienestar.
Purifica, ennoblece y exalta el alma. Llama a ejercer todos los más altos y más
nobles atributos de nuestra naturaleza, y asimila al hombre a los ángeles que
rodean el trono de Dios en el cielo.
A pesar de todo esto, vemos
a multitudes de personas de las que se puede decir que Dios no está en todos
sus pensamientos. Nunca piensan en Él. No reconocen Su providencia. No se
apoyan en Su voluntad como norma de su conducta. No sienten su responsabilidad
hacia Él por lo que piensan o hacen. No le adoran; no le agradecen Sus
misericordias. Están sin Dios en el mundo. Pero piensan bien acerca de si
mismos.
No están conscientes de su
terrible carga de culpa al olvidarse así de Dios, al dejar habitualmente de
cumplir el primero y más alto deber que reposa sobre las criaturas racionales.
El respeto hacia sí mismos o la consideración hacia la opinión pública hace a
menudo a tales hombres decorosos en sus vidas. Pero son realmente muertos en
vida; y no tienen seguridad alguna contra los poderes de las tinieblas.
Es penoso ver también a
científicos y filósofos intentando tan frecuentemente invalidar los argumentos
en pro de la existencia de Dios y defender opiniones inconsistentes con el
Teísmo; arguyendo, como lo hacen en tantos casos, para demostrar o bien que no
hay evidencia de la existencia de ningún poder en el universo aparte de la
fuerza física, o que no se puede predicar conocimiento, consciencia ni acción
voluntaria acerca de un Ser infinito.
Esto se hace con aparente
inconsciencia de que con ello se minan los fundamentos de toda religión y
moralidad; o de que exhiben un estado mental que las Escrituras proclaman como
digno de reprobación.
LA INVOCACIÓN DE SANTOS Y ÁNGELES.
Los santos, los ángeles. y
especialmente la Virgen María, son abiertamente objetos de culto en la Iglesia
de Roma. Pero la palabra «culto» significa propiamente respetar u honrar. Se
emplea para expresar a la vez el sentimiento interior y su manifestación exterior.
La palabra hebrea hishetach’awah y la griega proskuneö, frecuentemente traducidas en castellano por
la palabra «adorar», significan simplemente postrarse. Se emplean tanto si la
persona a quien se hace homenaje es un igual, o un superior terrenal, o el
mismo Dios. Por ello, no es por el uso de estas palabras que se puede decidir
la naturaleza del homenaje dado.
Los Romanistas están
acostumbrados a distinguir entre el cultus
civilis debido a superiores terrenales; la douleia debida a los santos y a los ángeles; la huperdouleia debida a la Virgen Mana,
y la latreia debida únicamente
a Dios. Pero estas distinciones son poco útiles. No dan criterio alguno por el
que distinguir entre douleia y huperdouleia y entre huperdouleia y latreia. El principio importante es
éste: Cualquier homenaje, interno o externo, que involucre la adscripción de
atributos divinos a su objeto, si este objeto es una criatura, es idolátrico.
La cuestión de si el
homenaje tributado por los Romanistas a los santos y a los ángeles es
idolátrico es cuestión de hecho más que de teoria; esto es, se debe determinar
por el homenaje realmente rendido y no por el que es prescrito. Es fácil decir
que los santos no deben ser honrados como Dios es honrado; que a Él se le debe
considerar como fuente original y dador de todo bien, y a ellos como a meros
intercesores, y como canales de las comunicaciones divinas; pero esto no cambia
la cuestión, si el homenaje que se les rinde supone que ellos poseen los
atributos de Dios; y si son para el pueblo los objetos de sus afectos
religiosos y de su confianza.
En cuanto a la cuestión de
cómo los santos en el cielo pueden conocer lo que desean de ellos los hombres
en la tierra, [Bellarmino] dice que se dan cuatro respuestas.
Primero, algunos dicen
que los ángeles, que están ascendiendo constantemente al cielo, y descendiendo
de allí a nosotros, les comunican a los santos las oraciones del pueblo.
Segundo, otros dicen:
«Sanctorum animas, sicut etiam angelos, mira quadam celeritate naturre,
quodammodo esse ubique; et per se audire preces supplicantium».
Tercero, otros dicen a
su vez: «Sanctos videre in Deo omnia a principio sure beatitudinis, quæ ad
ipsos aliquo modo pertinent, et proinde etiam orationes nostras ad se
directas.» Cuarto, otros dicen que Dios les revela las oraciones del pueblo.
Así como en la tierra Dios reveló el futuro a los profetas y les da a los
hombres en ocasiones e1 poder de leer los pensamientos de los otros, así Él
puede revelar a, los santos en el cielo las necesidades y los deseos de los que
los invocan. Esta última solución a la dificultad es la preferida por el mismo
Bellarmino.
LAS OBJECIONES QUE LOS PROTESTANTES SUELEN APREMIAR EN CONTRA DE ESTA
INVOCACIÓN A LOS SANTOS SON:
1. Que es, por decir lo mínimo, supersticiosa. Exige una fe sin
evidencia alguna. Supone no sólo que los muertos están en un estado consciente
de existencia en el otro mundo; y que los creyentes difuntos pertenecen al
mismo cuerpo místico de Cristo, del que sus hermanos aún en la tierra son
miembros, cosas éstas ambas que los Protestantes admiten gozosos en base de la
autoridad de la Palabra de Dios, sino que supone además, sin evidencia alguna
de las Escrituras ni de la experiencia que los espíritus de los muertos son
accesibles para aquellos que siguen en la carne; que están cerca de nosotros,
capaces de oír nuestras oraciones, conociendo nuestros pensamientos y dando
respuesta a nuestras peticiones. La Iglesia o el alma son lanzadas a un océano
de fantasías e insensateces, sin brújula, si aceptan creer sin evidencia.
Entonces no habría nada en la astrología, alquimia o demonología que no pudiera
ser recibido como verdadero, para confundir, pervertir o atormentar.
2. Todo ello es un engaño y un espejismo. Si en realidad los santos
difuntos no están autorizados y capacitados para oír ni responder a las
oraciones de los suplicantes en la tierra, entonces el pueblo queda en la
condición de aquellos que confían en dioses que no pueden salvar, que tienen
ojos que no ven, y oídos que no pueden oír. Está claro el hecho de que los
santos no tienen la función supuesta por la teoria y la práctica de la
invocación, por cuanto si fuera cierto no podría saberse más que por revelación
divina. Pero no existe tal revelación.
Es una creencia puramente supersticiosa, sin el sustento ni de la
Escritura ni de la razón. Los métodos conjeturales sugeridos por Bellarmino
para explicar cómo los santos pueden llegar a conocer las necesidades y los
deseos de los hombres constituyen una confesión de que nada se sabe ni se puede
saber acerca de esta cuestión, y por tanto que la invocación de los santos no
tiene fundamento Escriturario ni racional. Y si así es, ¡cuán terriblemente
engañada está la gente!
¡Qué terribles son las consecuencias de apartarles la mirada y sus
corazones del único mediador divino entre Dios y los hombres, que siempre vive
para interceder por nosotros, y a quien el Padre siempre atiende, haciendo en
cambio que dirijan sus oraciones a oídos que nunca oyen, y que pongan sus
esperanzas en unos brazos que jamás pueden salvar! Es apartarse de la fuente de
aguas vivas, a cisternas rotas que no pueden guardar agua.
3. La invocación de los santos practicada en la Iglesia de Roma es
idolátrica. Aunque se conceda que la teoria tal como la exponen los teólogos
esté libre de tal acusación, queda claro que la práctica involucra todos los
elementos de la idolatría. Se buscan bendiciones de parte de los santos,
bendiciones que sólo Dios puede otorgar; y se les suponen atributos que sólo
pertenecen a Dios. Se busca de manos de ellos todo tipo de bendición, temporal
y espiritual, y se busca directamente de ellos como los dadores. Esto lo admite
Bellarmino por lo que respecta a las palabras empleadas.
El dice que es correcto
decir: «San Pedro, sálvame; ábreme las puertas del cielo; dame arrepentimiento,
valor», etc. Sólo Dios puede conceder estas bendiciones; y se le dice al pueblo
que las busque de manos de criaturas. Esto es idolatría. En la práctica se da
por supuesto que los santos están presentes en todas partes, que pueden oír las
oraciones dirigidas a ellos de todas partes de la tierra al mismo tiempo; que
conocen nuestros pensamientos y deseos no expresados. Esto es suponer que
poseen atributos divinos.
Así, de hecho, los santos
son los dioses a los que el pueblo tributa culto, en quienes confían, y que son
los objetos de sus afectos religiosos. El politeísmo de la Iglesia de Roma es
en muchos respectos análogo al de la Roma pagana. En ambos casos hallamos
muchos dioses y muchos señores. En ambos casos o bien unos seres imaginarios
son objeto del culto, o se les adscriben poderes y atributos imaginarios.
También en ambos casos el
homenaje rendido, las bendiciones buscadas, las prerrogativas atribuidas a los
objetos del culto, y los afectos ejercidos hacia ellos, involucran la
suposición de que son verdaderamente divinos. En ambos casos los corazones del
pueblo, su confianza y esperanzas, se dirigen del Creador a la criatura. Pero
desde luego hay esta gran diferencia entre los dos casos. Los objetos del culto
pagano eran impíos; los objetos de culto en la Iglesia de Roma son considerados
como ideales de santidad.
Esto, desde un punto de
vista, constituye una inmensa diferencia. Pero en la idolatría es en ambos
casos idéntica. Porque la idolatría es dar a las criaturas el homenaje debido a
Dios. Mariolatría. La madre de
nuestro Señor es considerada por todos los cristianos como «bendita», como «la
más favorecida de las mujeres». Ningún miembro de la caída familia humana tuvo
honor tan grande como e1 que recibió ella al venir a ser la madre del Salvador
del mundo.
La reverencia debida a ella
como así altamente favorecida por Dios, y como aquella cuyo corazón fue
traspasado por muchos dolores, abrió el camino para que fuera considerada como
el ideal de todas las gracias y excelencias femeninas, y gradualmente a ser
hecha objeto de honras divinas, al ir perdiendo la Iglesia más y más su
espiritualidad.
LA DEIFICACIÓN DE LA VIRGEN MARÍA EN LA IGLESIA DE
ROMA FUE UN LENTO PROCESO.
El primer paso fue la
aserción de su virginidad perpetua. Este paso fue dado tempranamente y
generalmente concedido.
El segundo paso fue la
aserción de que el nacimiento del Señor, lo mismo que Su concepción, fue
sobrenatural.
El tercer paso fue la
solemne y autoritativa decisión por el concilio ecuménico de Éfeso del 431
d.C., de que la Virgen María era «Madre de Dios». Con el sentimiento que
entonces saturaba a la Iglesia, la decisión del Concilio tendió a aumentar la
supersticiosa reverencia hacia la Virgen.
Fue considerada por el
común de la gente como una declaración de divinidad. Los miembros del Concilio
fueron escoltados desde su lugar de reunión por una multitud portando
antorchas, precedida por mujeres que llevaban incensarios llenos con incienso ardiendo.
Al combatir la doctrina atribuida a Nestorio de dos personas en Cristo, se dio
una fuerte tendencia a lo opuesto, a la doctrina de Eutico, que mantenía que en
el Señor había sólo una naturaleza.
Según este punto de vista,
la Virgen podía ser considerada Madre de Dios en el mismo sentido en que
cualquier madre ordinaria es progenitora de su hijo. Sea como sea que se
explique, el hecho es que la decisión del Concilio de Éfeso marca una época en
el progreso de la deificación de la Virgen.
EI cuarto paso siguió
pronto en la dedicación en honor de ella de muchas iglesias, santuarios y
festividades, y en la introducción de solemnes oficios designados para el culto
público y privado en el que era solemnemente invocada. No se estableció límite
alguno a los títulos de honra por los que se la designaba, ni a las
prerrogativas y poderes que se le atribuían. Fue declarada deificata. Fue llamada la Reina del
cielo, Reina de reinas; se dijo que estaba exaltada por encima de todos los
principados y potestades; sentada a la diestra de Cristo, compartiendo con él
el poder universal y absoluto que le ha sido entregado.
Todas las bendiciones de la
salvación se buscaban de manos de ella, así como la protección de todos los
enemigos y la liberación de todo mal. Se permitió y ordenó que se le dirigieran
oraciones, himnos y doxologías. Todo el Salterio ha sido transformado en un
libro de alabanzas y de confesión a la Madre de Cristo. Lo que en la Biblia se
dice a Dios y de Dios se dirige en este libro a la Virgen.
En el Primer Salmo, por
ejemplo, se dice: «Bienaventurado el varón que no anduvo en consejo de malos»,
etc. En el Salterio de la Virgen se lee: «Bienaventurado el varón que ama tu
nombre, oh Virgen María; tu gracia consolará su alma. Como árbol plantado junto
a corrientes de aguas, dará los más ricos frutos de justicia.»
NOTA:.
Aún con la cordial aceptación de la plena deidad de Cristo, Dios manifestado en
carne, o precisamente por esta aceptación, es chocante en extremo oír hablar de
María como «Madre de Dios».
En
palabras de Francisco Lacueva, es mucho más exacto hablar de ella como «Madre
de Aquel que es Dios». Pero Madre de
Dios conlleva la impresión de que María es madre de Dios como Dios; en
cambio, María fue el vaso escogido por Dios para que Aquel que era eternamente
Dios con el Padre, el Verbo, se encarnara, tomando naturaleza humana en el seno
de María. Así, de María no se puede decir que fuera la Madre de Dios porque
Jesús fuera Dios, sino que María fue la madre de Aquel que es Dios. (N. del T.)
En el Salmo segundo se dirige directamente a
la Virgen esta oración: «Protégenos con tu diestra, oh Madre de Dios», etc. En
el Salmo 9: «Te confesaré, oh Señora (Domina); declararé todas tus alabanzas y
gloria. A ti pertenecen la gloria y la acción de gracias, y la voz de
alabanza.» Salmo 15: «Guárdame, oh Señora, porque en ti he confiado.» Salmo 17:
«Te amaré oh Reina de los cielos y de la tierra, y glorificare tu nombre entre
los gentiles.» Salmo 18: «Los cielos cuentan tu gloria, oh Virgen María; la fragancia
de tus ungüentos está dispersada entre todas las naciones.» Salmo 41: «Como el
ciervo busca jadeante las corrientes de las aguas, así anhela tu amor mi alma,
oh Virgen Santa.» Y así hasta el final.
La Virgen es siempre
invocada tal como el Salmista invocaba a Dios. Y Las bendiciones que el
Salmista buscaba de Dios, el Romanista las busca de parte de ella. De la misma manera se parodian los más santos
oficios de la Iglesia. Por ejemplo, el Te Deum es cambiado en una invocación a
la Virgen. «Te alabamos, Madre de Dios; te reconocemos como virgen. Toda la
tierra te adora, la esposa del Padre eterno. Todos los ángeles y arcángeles,
todos los tronos y potestades, te sirven fielmente.
A ti claman los ángeles,
con una voz siempre incesante: Santa, Santa, Santa, Mana, Madre de Dios; Toda
la corte del cielo te honra como reina. La santa Iglesia por todo el mundo te
invoca y te alaba, la madre de divina majestad. Tú estás sentada con tu Hijo a
la diestra del Padre. En ti dulce María, está la esperanza nuestra; defiéndenos
tú siempre. La alabanza te pertenece; el imperio te pertenece; virtud y gloria
sean a ti para siempre jamás.» Apenas si será necesario referirse a las
Letanías de la Virgen María como prueba adicional de lo idolátrico del culto de
que ella es objeto. Estas Letanías están preparadas en la forma usualmente
adoptada en el culto de la Santa Trinidad; contienen invocaciones,
deprecaciones, intercesiones y súplicas.
Contienen oraciones como
ésta: «Peccatores, te rogamos audi nos; Ut sanctam Ecclesiam piissima
conservare digneris, Ut justis gloriam, peccatoribus gratiam impetrare
digneris. Ut navigantibus portum, infirmatibus sanitatem, tribulatis
consolationem, captivis liberationem, impetrare digneris. Dt familus et familus
tuas tibi devote servientes, consolare digneris, Ut conctum populum Christianum
filii tui pretioso sanguine redemptum, conservare digneris, Ut nos exaudire
digneris, Mater Dei, Filia Dei, Sponsa Dei, Mater carissima, Domina nostra,
miserere, et dona nobis perpetuam pacem.» Más que esto no puede encontrarse de
manos de Dios ni de Cristo.
La Virgen María es para sus
adoradores lo que Cristo es para nosotros. Ella es el objeto de todos sus
afectos religiosos, la base de su confianza, y la fuente de la que se esperan y
buscan todas las bendiciones de la salvación. Hubo sin embargo siempre una
corriente subyacente de oposición a esta deificación de la madre de nuestro
Señor. Y ésta se hizo más evidente en la controversia acerca de la cuestión de
su inmaculada concepción.
Esta idea nunca fue tocada
en la Iglesia primitiva. La primera forma en la que apareció la doctrina fue
que en base del hecho de que Dios le dice a Jeremías: «Antes que te formase en
el vientre te conocí, y antes que nacieses te santifiqué» (Jer 1 :5), se
mantuvo que lo mismo se podía decir de la Virgen María. Jeremías fue
ciertamente santificado antes de nacer, en el sentido de que fue consagrado o
puesto aparte en el propósito de Dios para el oficio profético, mientras que
María, según se mantenía, fue santificada en el sentido de ser hecha santa.
Todas las grandes lumbreras
de la Iglesia Latina, Agustín, Anselmo, Bernardo de Claraval y Tomás de Aquino,
mantuvieron que si la Virgen Mana no fue partícipe del pecado y de la apostasía
del hombre, no podría haber sido partícipe de la redención. Y mientras que
Tomás de Aquino, y tras él los Dominicos, tomaron este partido en esta
controversia, Duns Escoto y los Franciscanos tomaron el otro partido. El
sentimiento público estaba a favor de la doctrina Franciscana de la inmaculada
concepción.
Hasta John Gerson,
canciller de la Universidad de París, distinguido no sólo por su erudición sino
también por su celo en la reforma de los abusos, se manifestó públicamente en
1401 en apoyo de esta postura. Sin embargo, tuvo la suficiente ingenuidad como
para admitir que no había sido ésta hasta entonces la doctrina de la Iglesia.
Sin embargo, él sostuvo que Dios había comunicado la verdad a la Iglesia de
manera gradual; así, Moisés supo más que Abraham, los profetas más que Moisés,
los Apóstoles más que los profetas. Y de manera semejante, la Iglesia ha
recibido del Espíritu de Dios muchas verdades desconocidas para los Apóstoles.
Esto, naturalmente, implica el rechazo de la doctrina de la tradición.
Esta doctrina es que Cristo
dio a los Apóstoles una revelación plenaria de todas las doctrinas cristianas,
y que ellos la comunicaron a la Iglesia, en parte en sus escritos, y en parte
mediante instrucciones orales. Para demostrar que cualquier doctrina tenga
autoridad divina, tiene que demostrarse que fue enseñada por los Apóstoles, y
para demostrar que la enseñaron se tiene que demostrar que ha sido sustentada
siempre y en todas partes por la Iglesia. Pero según Gerson, la Iglesia de hoy
puede sustentar lo que los Apóstoles jamás sustentaron, e incluso lo contrario
a lo que ellos y la Iglesia durante siglos mantuvieron como cierto.
Él enseña que la Iglesia
antes de su tiempo enseñaba que la Virgen Mana, en común con todos los otros
miembros de la raza humana, nació con la infección del pecado original; pero
que la Iglesia de su tiempo, bajo inspiración del Espíritu, creía en su
inmaculada concepción. Esto resuelve la tradición, o más bien la sustituye, en
el sensus communis ecclesite de
cualquier época determinada. Ya se ha mostrado que Moehler, en su «Symbolik»,
enseña básicamente la misma doctrina.5 Esta cuestión estaba sin decidir en la
época en que se reunió el Concilio de Trento, y a los padres allí reunidos les
dio muchos problemas.
Los Dominicanos y
Franciscanos, que tenían casi el mismo peso en el Concilio, apremiaron
respectivamente que fueran aprobadas sus respectivas posturas. Perplejos, los
delegados enviaron a Roma para recibir instrucciones, y se les dio
instrucciones, por temor a un cisma, que impidieran más controversias acerca de
esta cuestión, y que redactaran una decisión de manera que diera satisfacción a
ambos bandos.
Esto sólo podía hacerse
dejando la cuestión en suspenso. Y éste fue básicamente la acción que tomó el
Concilio. Después de afirmar que toda la humanidad pecó en Adán y que deriva de
él una naturaleza corrompida, añade: «Declarat tamen hæc ipsa Sancta Synodus,
non esse suæ intentionis comprehendere in hoc decreto, ubi de peccato originali
agitur, beatam, et immaculatam Virginem Mariam, Dei genetricem; sed observandas
esse constitutiones felicis recordationis X ysti papæ IV., sub prenis in eis
constitutionibus contentis, quas innovat.
Esta última cláusula hace
referencia a la Bula de Sixto IV, emitida en 1843, amenazando a ambas partes en
la controversia con la pena de excomunión si cualquiera pronunciaba a la otra
culpable de herejia o de pecado mortal. Así, la controversia prosiguió después
del Concilio de Trento de manera muy semejante a como había tenido lugar antes,
hasta que el actual Papa, él mismo un devoto adorador de la Virgen, anunció su
propósito de declarar la inmaculada concepción de la Madre de nuestro Señor.
Este propósito lo llevó a
cabo, y el ocho de diciembre de 1854 acudió con gran pompa a San Pedro en Roma,
y pronunció el decreto de que «la Virgen María, desde el primer momento de la
concepción, por la especial gracia del Dios omnipotente en vista de los méritos
de Cristo, fue preservada de toda mancha de pecado original». Fue así puesta en
cuanto a total carencia de pecado a un nivel de Una nota al pie dice: «Totum
hanc periodum, "Declarat-innovat", omnes fere editiones ante Romanas
omittunt.» Igualdad con su adorable Hijo, Jesucristo, cuyo lugar ocupa en la
confianza y amor de una parte tan grande del mundo Catolicorromano.
EL SEGUNDO
MANDAMIENTO.
Los dos principios
fundamentales de la religión de la Biblia son, primero, que hay sólo un Dios
vivo y verdadero, el Hacedor de los cielos y de la Tierra, que se ha revelado a
Si mismo bajo el nombre de Jehová; segundo, que este Dios es Espíritu, y, por
ello, incapaz de ser concebido o representado bajo una forma visible. Por ello,
el primer mandamiento prohíbe el culto a ningún otro ser que Jehová; y el
segundo el culto de ningún objeto visible, sea cual sea.
Esto incluye la prohibición
no sólo de un homenaje interior, sino también de todos los actos externos que
sean la expresión natural o convencional de tal reverencia interior. El hecho
de que el segundo mandamiento no prohíbe representaciones pictóricas o
escultóricas de objetos ideales o visibles es evidente por cuanto todo el
mandamiento se refiere al culto religioso, y por cuanto Moisés, por orden del
mismo Dios, hizo muchas imágenes y representaciones de este tipo.
Las cortinas del
Tabernáculo y especialmente el velo que hacia separación entre el Lugar Santo y
el Santísimo, se adornaron con figuras que representaban querubes; unos
querubes extendían sus alas sobre el Arca del Pacto; el Portalámparas Dorado
tenia forma de árbol, «con ramas, manzanas y flores»; el borde del manto del
sumo sacerdote estaba adornado con campanas y granadas que se alternaban.
Cuando Salomón construyó el templo, «esculpió todas las paredes de la casa
alrededor, de diversas figuras, de querubines, de palmeras y de capullos de
flores, vistos por dentro y por fuera» (1 R 6:29). El «mar de fundición» era
sostenido por doce bueyes.
De esta casa así adornada,
Dios dijo: «Yo he santificado esta casa que tú has edificado, para poner mi
nombre en ella para siempre; y en ella estarán mis ojos y mi corazón todos los
días» (I R 9:3). Así, no puede haber dudas acerca de que el segundo mandamiento
sólo prohibía hacer o emplear semejanzas de cualquier cosa en el cielo o en la
tierra como objetos de culto.7 7. Los judíos posteriores interpretaron este
mandamiento de modo más estricto que Moisés o Salomón. Josefo, en Antigüedades
8, 7, 5; declara que las esculturas de bueyes hechas para sostener la fuente de
bronce era contraria a la ley.
Uno de los más distinguidos ministros de
nuestra Iglesia objetó a la Unión Americana de Escuelas Dominicales porque
publicaban libros con ilustraciones. Cuando se le preguntó qué pensaba él de
los mapas, respondió que si los mapas estaban hechos simplemente para mostrar
la posición relativa de los lugares sobre la tierra, eran permitidos, pero que
si tenían sombreados para representar montañas, estaban prohibidos por el
segundo mandamiento.
La
prohibición del culto a las imágenes. Está igual de claro que el segundo
mandamiento prohíbe el empleo de las imágenes en el culto divino. En otras
palabras, la idolatría consiste no sólo en el culto a los falsos dioses, sino
también el culto al Dios verdadero mediante imágenes.
ESTO ESTÁ CLARO:
1. Por el significado literal de las palabras. Lo que se prohíbe de
manera expresa es inclinarse ante ellas o servirías, esto es, rendirles
cualquier clase de homenaje externo. Esto, sin embargo, es exactamente lo que
hacen todos aquellos que emplean imágenes como los objetos o ayodas para el
culto religioso.
2. Esto es tanto más claro por cuanto a los hebreos se les ordenó de
manera solemne que no hicieran ninguna representación visible del Dios
invisible, ni adoptaran nada externo como símbolo de lo invisible, haciendo de
tal símbolo el objeto de culto: esto es, no debían postrarse ante estas imágenes
o símbolos ni servirlos. La palabra hebrea ‘abad, traducida «servir», incluye todo tipo de homenaje externo,
quemar incienso, hacer oblaciones, y besar en señal de sujeción. Los hebreos
estaban rodeados de idólatras.
Las naciones, habiéndose
olvidado de Dios, o rehusando someterse a Él, se habían entregado a falsos
dioses. El gran objeto de su reverencia y temor era la fuerza invisible de la
naturaleza, de la que venían constantes y a menudo terribles manifestaciones a
su alrededor. Pero la naturaleza, la fuerza, lo invisible, no podía
satisfacerlos más que el invisible Jehová. Simbolizaron no lo desconocido, sino
lo real, primero de una manera, luego de otra. La luz y las tinieblas fueron
los dos símbolos más evidentes del bien y del mal.
Así, la luz, el sol, la
luna y las estrellas, el ejército de los cielos, vinieron a formar parte de los
más antiguos objetos de la reverencia religiosa. Pero todo lo visible y
externo, vivo o muerto, podía ser hecho una representación para el pueblo, por
asociación o por designación arbitraria, del gran poder desconocido mediante el
que eran controladas todas las cosas.
De la manera más natural,
aquellos hombres distinguidos por su energía de carácter y por sus hazañas
serían considerados como manifestaciones de lo desconocido. Así se ve como el
culto a la naturaleza y el culto a los héroes, las dos grandes formas del
paganismo, son lo mismo en su raíz. Fue a la vista de este estado del mundo
pagano, estando todas las naciones entregadas al culto de lo visible como
símbolo de lo invisible, que Moisés hizo el solemne discurso al pueblo
escogido, registrado en el cuarto capítulo de Deuteronomio.
«Por tanto, guárdate», les
dice el profeta, «y guarda tu alma con diligencia, para que no te olvides de
las cosas que tus ojos han visto, ni se aparten de tu corazón en todos los días
de tu vida; antes bien, las enseñarás a tus hijos, y a los hijos de tus hijos.»
¿Y qué es lo que así les demanda tan fervientemente que recuerden? Que en la
maravillosa exhibición de la presencia y majestad divinas en el Sinaí no habían
visto «ninguna figura», sino que sólo habían oído una voz.
«Guardad, pues, mucho
vuestras almas; pues ninguna figura visteis el día que Jehová habló con
vosotros de en medio del fuego; para que no os corrompáis y hagáis para
vosotros escultura, imagen de figura alguna, efigie de varón o hembra, figura
de alguno de los reptiles que se arrastran sobre la tierra, o figura de alguno
de los peces que hay en las aguas debajo de la tierra. No sea que alces tus
ojos al cielo, y viendo el sol y la luna y las estrellas, y todo el ejército
del cielo, seas impulsado, y te inclines a ellos y les sirvas; porque Jehová tu
Dios los ha concedido a todos los pueblos debajo de todos los cielos.
Guardaos, no os olvidéis
del pacto de Jehová vuestro Dios, que él estableció con vosotros, y no os
hagáis escultura o imagen de ninguna cosa que Jehová tu Dios te ha prohibido.
Porque Jehová tu Dios es fuego consumidor, Dios celoso.» Así, lo que se prohíbe
solemne y repetidamente como violación del pacto entre Dios y el pueblo es
postrarse ante, o emplear nada visible, sea un objeto natural como el solo la
luna, o una obra de arte y del ingenio del hombre, como objeto o modo de culto
divino. Y en este sentido ha sido entendido este mandamiento por el pueblo al
que fue dado, desde los tiempos de Moisés hasta ahora.
El culto del Dios verdadero
mediante imágenes, a los ojos de los hebreos, ha sido considerado un acto tan
idolátrico como el culto a falsos dioses. 3. Un tercer argumento acerca de esto
es que el culto de Jehová mediante el empleo de imágenes es denunciado y
castigado como un acto de apostasía contra Dios. Cuando los hebreos en el
desierto le dijeron a Aarón: «Haznos dioses que vayan delante de nosotros, ni
ellos ni Aarón tenían la intención de renunciar a Jehová como Dios de ellos;
pero deseaban un símbolo visible de Dios. como los paganos lo tenían para sus
dioses.
Esto es evidente, porque
Aarón, tras haber hecho el becerro de oro y hecho un altar delante de él, hizo
una proclamación, diciendo: «Mañana será fiesta para Jehová.» «El pecado de
ellos residió no en adaptar otro dios, sino en pretender adorar un símbolo
visible de Aquel que no puede ser representado por símbolo alguno.»8 Del mismo
modo, cuando las diez tribus se separaron de Judá y se constituyeron en un
reino separado bajo Jeroboam, el culto de Dios mediante ídolos fue considerado
como apostasía contra el verdadero Dios.
Es evidente por toda la
narración que Jeroboam no tenía la intención de introducir el culto de ningún
otro Dios que Jehová. Fue el lugar y el modo de adoración lo que trató de
cambiar. Temió que si la gente seguía subiendo a Jerusalén y adorando en el
templo allí establecido, volverían pronto a adherirse a la casa de David. Para
impedido, hizo dos becerros de oro, como había hecho Aarón, símbolos del Dios
que había sacado a Su pueblo de Egipto, y los puso, uno en Dan, y el otro en
Betel, y mandó al pueblo que fuera a aquellos lugares para adorar.
Lo mismo Jehú, que se
jactaba de su «celo por Jehová», y que exterminó a los sacerdotes y a los
adoradores de Baal, retuvo el culto de los becerros de oro, porque, como dice
Winer, «había llegado a ser la forma establecida del culto a Jehová en Israel».
En Levítico 26:1 se dice: «No os haréis para vosotros ídolos, ni escultura, ni
os levantaréis estatua, ni pondréis en vuestra tierra piedra pintada para
inclinaros a ella; porque yo soy Jehová vuestro Dios.»
Y Moisés mandó que cuando
el pueblo hubiera ganado posesión de la tierra prometida, seis de las tribus se
reunieran sobre el Monte Gerizim para bendecir, y seis en el Monte Ebal para
maldecir: «Maldito el hombre que haga escultura o imagen de fundición,
abominación a Jehová, obra de mano de artífice, y la ponga en oculto. Y todo el
pueblo responderá y dirá: Amén» (Dt 27: 15). Así que lo que se prohíbe
específicamente de manera frecuente y solemne es postrarse ante imágenes o
darles ningún servicio religioso.
En este sentido fueron
entendidos estos mandamientos por parte del antiguo pueblo de Dios al que
fueron originalmente dirigidos, y por toda la Iglesia Cristiana hasta el
repentino influjo de paganos nominalmente convertidos en la Iglesia después de
la época de Constantino, que trajeron consigo ideas paganas y que insistieron
en modos paganos de culto.
LOS SENCILLOS Y EVIDENTES HECHOS CON RESPECTO A LA
RELIGIÓN DEL MUNDO GENTIL SON:
(1) Que los dioses de las naciones eran seres imaginarios; que o bien
no tenían existencia más que en las imaginaciones de sus adoradores, o no
poseían los atributos que les eran atribuidos. Por ello, en las Escrituras son
llamados vanidad, mentira, vaciedad.
(2) De estos seres imaginarios se seleccionaron símbolos o se
formaron imágenes a las que se dio todo el homenaje que se suponía debido a los
dioses mismos. Esto no se hizo en base de la suposición de que los símbolos o
imágenes eran realmente dioses. Los griegos no pensaban que Júpiter fuera un
bloque de mármol.
Tampoco los paganos
mencionados en la Biblia creían que el sol fuera Baal. Sin embargo, se suponía
alguna conexión entre la imagen y la divinidad que quería representarse con
ella. Para algunos esta conexión era simplemente la existente entre el signo y
la cosa significada; para otros se trataba de algo más místico, o lo que en
estos días llamaríamos sacramental. En todo caso era tal que el homenaje debido
a la divinidad era dado a su imagen; y cualquier indignidad infligida a ésta
debía ser considerada como infligida a la primera.
Así, pues, por cuanto los dioses paganos no
eran dioses, y como el homenaje debido a Dios era ofrecido a los ídolos, los
escritores sagrados denunciaban a los paganos como adoradores de los palos y de
las piedras, y los condenaban por la insensatez de hacer dioses de madera o
metal, «escultura de arte y de imaginación de hombres». Hicieron poca o ninguna
diferencia entre la adoración de imágenes y el culto a falsos dioses. Las dos
cosas eran, desde su perspectiva, idénticas.
Por ello, la Biblia
denuncia el culto a las imágenes como idolatría, sea cual sea la divinidad,
verdadera o falsa, a la que fuera dedicada la imagen. Las razones que se adjuntan a este mandamiento. La relación
entre el alma y Dios es mucho más íntima que la existente entre el alma y toda
criatura. Nuestra vida, espiritual y eterna, depende de nuestra relación con
nuestro Hacedor. Por esto, nuestra más elevada obligación es para con Él.
El mayor pecado que un
hombre pueda cometer es rehusar dar a Dios la admiración y obediencia que se le
deben, o transferir a la criatura la adhesión y el servicio que se le deben a
Él. Por esto, ningún pecado es denunciado en las Escrituras con tanta
frecuencia o severidad. La relación más íntima que pueda subsistir entre los
humanos es la matrimonial.
Ningún daño que un hombre
pueda hacerle a otro es más grande que la violación de esta relación; y ningún
pecado que una esposa pueda cometer es más atroz y degradante que la
infidelidad a sus votos matrimoniales. Siendo éste el caso, es natural que la
relación entre Dios y Su pueblo fuera ilustrada en la Biblia, como lo es tan a
menudo, mediante una referencia a la relación matrimonial.
Un pueblo o un individuo
que rehúsen reconocer a Jehová como Dios de ellos, que transfieran su adhesión
y obediencia debidas sólo a Dios a cualquier otro objeto, es comparado con una
esposa infiel. Y como los celos son la más fuerte de las pasiones humanas, la
relación de Dios con los que le abandonan así es ilustrada mediante una
referencia a un marido ofendido y abandonado.
Es de esta manera que las
Escrituras enseñan que el más severo desagrado de Dios, y las más terribles
manifestaciones de Su ira, son las consecuencias ciertas del pecado de
idolatría; esto es, del pecado de tener cualquier otro Dios que Jehová, o de
dar a las imágenes, a los palos y a las piedras, el homenaje externo debido a
Aquel que es espíritu, y que debe ser adorado en espíritu y en verdad. Es por
ello que el Señor, en este mandamiento, declara que El es «celoso, que visito
la maldad de los padres sobre los hijos hasta la tercera y cuarta generación de
los que me aborrecen, y que hago misericordia a millares (hasta la milésima
generación), a los que me aman y guardan mis mandamientos».
Las malas consecuencias de
la apostasía contra Dios no quedan encerradas a los originales apóstatas.
Prosiguen de generación en generación. Parecen sin remedio, y desde luego,
hablando humanamente, lo son. La degradación y las incontables miserias de todo
el mundo pagano son la consecuencia natural e inevitable del hecho de que sus
antepasados transformaran la verdad de Dios en mentira, y adoraran y sirvieran
a la criatura antes que al Creador. Pero estas consecuencias naturales están
mandadas, ordenadas y son judiciales.
No se trata de meras
calamidades. Se trata de juicios, y por tanto no deben ser contrarrestadas ni
evadidas. Consiguientemente, aquellos que enseñan ateísmo, o que corrompen y
degradan el culto de Dios asociando con él el culto de criaturas, o que enseñan
que podemos hacer imágenes e inclinamos ante ellas y servirlas, están trayendo
sobre si y sobre generaciones venideras las más terribles calamidades que
puedan degradar y afligir a los hijos de los hombres.
Éste tiene que ser el
resultado a no ser que no sólo puedan contrarrestar la operación de las causas
naturales, sino también torcer el propósito de Jehová. Es una gran causa de
acción de gracias, y adaptada para llenar los corazones del pueblo de Dios con
gozo y confianza, saber que Él bendecirá a sus hijos hasta la milésima generación.
La doctrina y práctica de la iglesia de Roma en cuanto a las imágenes. La
salvación, dijo nuestro Señor, es de los judíos. Los fundadores de la Iglesia
Cristiana fueron judíos.
La religión del Antiguo
Testamento en la que habían sido educados prohibía el empleo de las imágenes en
el culto divino. Todos los paganos eran adoradores de ídolos. Por lo tanto, el
culto a los ídolos era una abominación para los judíos. Con la autoridad del
Antiguo Testamento en contra del empleo de las imágenes, y con este intenso
prejuicio nacional contra su empleo, es absolutamente increíble que fueran
admitidos en el más espiritual culto de la Iglesia Cristiana.
No fue hasta tres siglos
después de la introducción del cristianismo que la influencia del elemento
pagano introducido en la Iglesia fue lo suficientemente poderosa para vencer la
natural oposición a su uso en el servicio del santuario. Pronto surgieron tres
partidos en relación con esta cuestión.
El primero se adhirió a
la enseñanza del Antiguo Testamento y a la práctica de las Iglesias
Apostólicas, repudiando el uso religioso de imágenes en cualquier forma.
El segundo permitió el
uso de imágenes y figuras con el propósito de instrucción, pero no para el
culto. El común del pueblo no podía leer, y por ello se argumentaba que las
representaciones visibles de personas e incidentes escriturarios era permisible
para beneficio de las mismas.
El tercer partido
contendía en favor de su utilización no sólo como medio de instrucción, sino
también para el culto.
Ya en época tan temprana como el 305 d.C., el
Concilio de Elvira en España condenó el empleo de imágenes en la Iglesia. En su
canon trigésimo sexto el Concilio dice: «Placuit picturas in ecclesia esse non
debere; ne quod colitur et adoratur in parietibus depingatur.» Agustín se quejó
del supersticioso empleo de las imágenes; Eusebio de Cesarea y Epifanio de
Salamis protestaron en contra de que fueran hechas objeto de culto; y Gregorio
Magno permitió su uso sólo como medio de instrucción.
En el año 726 el Emperador
León III emitió un decreto prohibiendo el empleo de las imágenes en las
iglesias como pagano y herético. Para apoyar su acción se convocó un Concilio,
que se reunió en Constantinopla el 754, y que dio sanción eclesiástica a su
condenación. Sin embargo, en el 787 d.C., la Emperatriz Irene, bajo influencia
romana, convocó un concilio, que los Romanistas de la escuela italiana
consideran ecuménico, en Nicea, donde el culto a las imágenes fue totalmente
aprobado.
Este concilio se reunió
primeramente en Constantinopla, pero allí la oposición al uso de las imágenes
era tan fuerte que fue desconvocado, y convocado al año siguiente para reunirse
en Nicea. Aquí las cosas habían cambiado; hubo enemigos convertidos; oponentes
que se habían vuelto defensores; incluso Oregorio de Neo-Cesarea, que había
sido un celoso defensor de las tesis de León III y de su hijo Constantino
Copronimo, fue llevado a decir: «Si omnes consentiunt, ego non dissentio.»
Pocos pudieron resistir las
promesas y las amenazas de los que estaban en el poder, y lo convincente del
argumento en favor del culto a las imágenes en base de los numerosos milagros
que se aducían en favor de su culto. Así, este concilio declaró herético el
anterior Concilio convocado por León III, y ordenó el culto a las imágenes en
las iglesias; no desde luego con latreia,
o la reverencia debida a Dios, sino con aspasmos kai timëtikë proskunësis (con saludos y respetuosas
reverencias).
El Concilio anunció el
principio en base del que se ha defendido el culto a las imágenes, sea entre
los paganos o los cristianos, esto es, que el culto dado a la imagen termina en
el objeto por ella representada. He tës
eikonos timë epi to prostotupon diabainei kai ho proskunön tën eikona proskunei
en autë tou engraphomenou tën hupostasin. Las decisiones de este
Concilio, aunque sancionadas por el Papa, causaron agravio en las Iglesias
Occidentales.
El Emperador Carlomagno
hizo no sólo que se escribiera un libro (llamado «Libri Carolini») para refutar
las doctrinas inculcadas, sino que convocó asimismo un concilio que se reunió
en Frankfort sobre el Main el 794 d. c., en el que estaban presentes delegados
de Gran Bretaña, Francia, Alemania, Italia, e incluso dos legados del Obispo de
Roma; donde los decretos del pretendido Concilio General de Nicea fueron
«rechazados», «menospreciados» y «condenados».
Todo culto a pinturas e
imágenes fue prohibido, pero su presencia en las iglesias para instrucción y
ornamentación fue permitida. Sin embargo, los amigos del culto a las imágenes
lograron pronto una influencia dominante, de manera que Tomás de Aquino, uno de
los mejores así como de los más grandes de los teólogos Romanistas del siglo
trece mantenía la doctrina extrema acerca de esta cuestión.
Enseñó que las imágenes
debían ser empleadas en las iglesias con tres propósitos: primero, para la
instrucción de las masas que no podían leer; segundo, para que el misterio de
la encarnación y los ejemplos de los santos pudieran ser más fácilmente
recordados; y tercero, para que los sentimientos piadosos pudieran ser
excitados, por cuanto los hombres quedan más fácilmente conmovidos por lo que
ven que por lo que oyen.
Enseñaba él que no se debe
reverencia a la imagen en sí misma ni por sí misma, pero que si representa a
Cristo, la reverencia debida a Cristo se debe a la imagen. «Sic ergo dicendmn
est, quod imagini Christi in quantum est res quædam (puta lignum vel pictum)
nulla reverentia exhibetur; quia reverentia nonisi rationali naturre debetur. Relinquitur ergo quod exhibeatur el
reverentia solum, in quantum est imago: et sic sequitur, quod eadem reverentia
exhibeatur imagini Christi et ipsi Christo. Cum ergo Christus adoretur adoratione latriæ, consequens est,
-quodejus imago sit adoratione latriæ adoranda.»
LA DOCTRINA TRIDENTINA.
El Concilio de Trento actuó
con referencia al culto de las imágenes con su usual cautela. Decretó que se
les debería dar «debida reverencia» a las imágenes de Cristo y de los santos,
pero sin definir de qué reverencia se trataba.
OBSERVACIONES.
1. Por todo lo anterior parece que los Romanistas rinden culto a las
imágenes de la misma manera en que lo hacían los paganos de la antigüedad, y en
que lo siguen haciendo los paganos de nuestros propios tiempos. «Se inclinan
ante ellas y las sirven.» Les rinden el homenaje externo que dan a las personas
que tienen la intención de representar. Las explicaciones y la defensa de este
culto son las mismas en ambos casos. Los paganos reconocían el hecho de que las
imágenes hechas de oro, plata, madera o mármol eran sin vida e insensibles en
sí mismas; admitían que no podían ver, ni oír, ni salvar. No atribuían ninguna
virtud inherente ni poder sobrenatural a las mismas.
2. Afirmaban que el homenaje rendido a ellas terminaba en los dioses
que representaban; que sólo daban culto delante de las imágenes, o como mucho
por medio de ellas. Por lo que respecta a los griegos y a los romanos, eran
menos reverentes hacia las meras imágenes, y pretendían mucho menos de lo
sobrenatural en relación con su empleo.
3. Tanto entre los paganos como entre los Romanistas, para los
carentes de instrucción entre ellos las imágenes mismas eran los objetos del
culto. Seria difícil encontrar en ningún autor pagano la justificación para el
culto a las imágenes que dan los teólogos Romanistas. ¿Qué pagano dijo jamás
que se debía el mismo homenaje a la imagen de Júpiter que al mismo Júpiter?
Esto es lo que dice Tomás de Aquino de las imágenes de Cristo y de los santos.
¿qué pagano ha dicho jamás lo que dice Bellarmino, que aunque el homenaje dado
a la imagen no sea estricta y propiamente el mismo que el debido a su
prototipo, es sin embargo impropia y analógicamente el mismo; el mismo en clase
aunque no en grado
¿Qué puede saber el común de la gente de la diferencia entre proprie e improprie? Se les dice que den culto a la imagen, y las adoran
como los paganos adoraban las imágenes de sus dioses. Como la Biblia pronuncia
y denuncia como idolatría no sólo el culto a los falsos dioses, sino también el
culto a las imágenes, el «inclinarse a ellas y servirlas», está claro que la
Iglesia de Roma está tan entregada a la idolatría como Atenas cuando la visitó
Pablo.
4. Los efectos religiosos y morales del culto a las imágenes son
totalmente malignos. Para demostrar que es de malas consecuencias, es
suficiente mostrar que Dios lo ha prohibido, y que ha amenazado con visitar a
los adoradores de los ídolos con sus severos juicios. Degrada el culto a Dios.
Aparta las mentes de la gente del justo objeto de la reverencia y confianza, y
lleva a las masas ineducadas a poner su confianza en dioses que no pueden
salvar.
5. En cuanto al culto a las reliquias, es suficiente con decir que
no tiene sustento de las Escrituras. Lo que pasa por reliquias es, en la mayor
parte de los casos, falso. No hay fin a los engaños hechos a la gente con
respecto a esto. Hay, se dice, suficientes fragmentos de la cruz exhibidos en
diferentes santuarios para construir un barco grande; hay innumerables clavos
reverenciados como los instrumentos del suplicio de nuestro Señor.
Huesos no sólo de hombres ordinarios, sino incluso de animales,
son puestos delante de la gente como reliquias de santos. En una de las
catedrales de España hay una magnífica pluma de avestruz preservada en un rico
cofre, y los sacerdotes afirman que cayó del ala del ángel Gabriel. Los
Romanistas mismos se han visto obligados a recurrir a la teoría de los fraudes
«económicos» o piadosos para justificar estos palpables abusos de la credulidad
de la gente. De estos engaños el más flagrante ejemplo es la sangre de San
Januario, que anualmente se licua en Nápoles.
6. La atribución de poderes milagrosos a estas pretendidas reliquias
por parte de los Romanistas es supersticioso y degradante hasta el
extremo. La Iglesia de Roma está atada
por las decisiones de sus papas y concilios que pronuncian las más burdas
supersticiones como asunto de revelación divina sancionada y aprobada por Dios.
Ha hecho imposible que hombres con derecho a ser llamados racionales se crean
lo que ella enseña.
La gran lección enseñada
por la historia del culto a las imágenes y de la reverencia a las reliquias es
la importancia de adherirse a la palabra de Dios como la única norma de nuestra
fe y de nuestra práctica; no recibiendo nada como verdadero en religión sino la
que enseña la Biblia, y no admitiendo nada en el culto divino que las
Escrituras no sancionen u ordenen.
La
doctrina Protestante acerca de esta cuestión. Por cuanto el culto a las imágenes está expresamente prohibido en
las Escrituras, los Protestantes, tanto Luteranos como Reformados, condenaron
que fueran hechas objeto de ningún homenaje religioso. Sin embargo, como su
empleo con fines de instrucción o de ornamentación no está expresamente
prohibido del mismo modo, Lutero mantuvo que su empleo era permisible e incluso
deseable. Por ello favoreció que se retuvieran en las Iglesias.
En cambio, los Reformados,
debido al gran abuso que había acompañado a su introducción, insistieron en que
fueran excluidas de todos los lugares de culto. Lutero fue tolerante con el uso
de las imágenes en las iglesias. Dice él acerca de esta cuestión: «Si se evita
el culto a las imágenes, podemos usarlas como usamos las palabras de la
Escritura, que traen cosas ante la mente, y nos hacen que las recordemos.»
«¿Quién es tan ciego», pregunta él, «para no ver que si unos acontecimientos
sagrados se pueden describir con palabras sin pecado y para provecho de los
oyentes, pueden con la misma propiedad, para beneficio de los ineducados, ser
representados o esculpidos no sólo en el hogar y en nuestras casas, sino
también en las iglesias?»
En otro lugar dice que
cuando uno lee de la pasión de Cristo, tanto si quiere como si no, se le forma
en la mente la imagen de un hombre pendiendo de una cruz, con tanta certidumbre
como que su rostro se refleja cuando mira al agua. No hay pecado en tener tal
imagen en la mente, ¿y por qué debería ser pecaminoso tenerla delante de los
ojos? Los Reformados fueron más lejos. Condenaron no sólo el culto a las
imágenes, sino también su introducción en lugares de culto, porque eran
innecesarias, y porque eran susceptibles de abuso. El Catecismo de Heidelberg
dice: «¿No es lícito hacer ninguna imagen?
Ni podemos ni debemos
representar a Dios de ninguna manera; y aunque es lícito representar a las
criaturas, Dios prohíbe hacer o poseer ninguna imagen destinada a ser adorada o
empleada en su servicio. ¿No se podrían tolerar las imágenes en las iglesias,
como si fuesen libros para enseñar a los ignorantes? No, porque nosotros no
debemos ser más sabios que Dios, que no quiere instruir a su pueblo por
imágenes mudas, sino por la predicación vida de su Palabra.»
Nadie que haya visto
algunas de las obras maestras del arte cristiano, sea con lápiz o cincel, y
haya sentido lo difícil que es resistirse al impulso de «postrarse ante ellas y
servirlas», puede dudar de la sabiduría de excluirlas de los lugares de culto público.
EL TERCER MANDAMIENTO.
«No tomarás el nombre de
Jehová tu Dios en vano; porque no dará por inocente Jehová a quien toma su
nombre en vano.» En significado literal de este mandamiento es impreciso.
Puede significar: «No
pronunciarás el nombre de Dios de una manera vana o irreverente»; o, «no
pronunciarás el nombre de Dios para mentira», esto es: «No Jurarás en falso.»
La Septuaginta traduce así el pasaje: Ou lëpsë
to onoma Kurio tou theou sou epi mataiö. La Vulgata tiene: «Non assumes
nomen Domini Dei tui in vanum». Lutero, como frecuentemente, da el sentido
libre: «Du sollst den Namen des Herrn, deines Gottes, nicht missbrauchen.»
Nuestros traductores han
adaptado la misma lectura. La antigua versión Siríaca, el Targum de Onkelos,
Filón y muchos modernos comentaristas y exegetas entienden el mandamiento como
dirigido contra jurar en falso: «No pronunciarás el nombre de Dios para
mentira.» Así Michælis el viejo en su Biblia Hebrea anotada, explica: «ad vanum
confirmandum: non frustra, nedum, falso.» Gesenius, en su Léxico Hebreo,
traduce así el pasaje: «Du sollst den Namen Jehová nicht zur Lüge aussprechen;
nicht falsch schwören.» Rosenmüller lo traduce: «Nolli enunciare nomen Jova Dei
tui ad falsum sc comprobandum.» Knobel lee así: «Nicht sollst du erheben den
Namen Jehová zur Nichtigkeit»; y añade:
«La prohibición se dirige
especialmente contra jurar en falso.» Esta interpretación es consecuente con el
sentido de las palabras, por cuanto shawe’, traducida aquí como
«vanidad», o con la preposición, «en vano», significa en otros lugares
«falsedad» (véase Sal 12:3 (2); 41:7 (6); Is 59:4; Os 10:4). Levantar o
pronunciar el nombre de Dios para mentira significa naturalmente llamar a Dios
para que confirme una falsedad. La preposición lamed tiene también su sentido natural. Comparar Levítico 19:12:
«No juraréis falsamente [lashaqor]
por mi nombre». El sentido general del mandamiento se mantiene sea cual sea la
interpretación que se adopte. El mandamiento de no emplear mal el nombre de
Dios incluye jurar en falso, que es la mayor indignidad que se puede cometer
contra Dios. Y así como el mandamiento «No matarás» incluye abrigar todo tipo
de pensamientos malignos, así el mandamiento «No jurarás en falso» incluye
todas las formas inferiores de irreverencia en el uso del Nombre de Dios.
Dar falso testimonio y
jurar en falso son pecados distintos por cuanto jurar en falso es una negación
práctica del ser y de las perfecciones de Dios. Así, el tercer mandamiento
prohíbe de manera especial no sólo el perjurio, sino también todos los
juramentos profanos o innecesarios, todas las invocaciones a Dios hechas a la
ligera, y todo uso irreverente de Su nombre. Toda la literatura, profana o
cristiana, muestra cuán fuerte es la tendencia en la naturaleza humana a
introducir el nombre de Dios incluso en las ocasiones más triviales.
No sólo se emplean
constantemente fórmulas como Adiós, Vaya usted con Dios, Dios no quiera, que
pueden haber tenido un origen piadoso, sin ningún reconocimiento de su
verdadera importancia, sino que incluso personas que profesan temer a Dios se
permiten emplear Su nombre como una mera expresión de sorpresa. Dios está en
todas partes. Él oye todo lo que decimos. El es digno de la mayor reverencia de
nuestra parte; y Él no tomará como inocente a quien en ninguna ocasión use Su
nombre de manera irreverente. Juramentos.
El mandamiento de no
invocar a Dios para confirmar una mentira no puede ser considerado como
prohibiendo Su invocación para que confirme la verdad. Los juramentos son de dos
clases: Afirmativos, cuando afirmamos que una cosa es cierta; y promisorios,
cuando nos ponemos bajo una obligación de hacer o de dejar de hacer ciertos
actos. A esta clase pertenecen los juramentos oficiales y los juramentos de
adhesión. En ambos casos hay un llamamiento a Dios como testigo.
POR ELLO, UN JURAMENTO ES, EN SU NATURALEZA, UN ACTO
DE ADORACIÓN. IMPLICA:
(1) Un reconocimiento de la
existencia de Dios.
(2) De Sus atributos de
omnipresencia, omnisciencia, justicia y poder.
(3) De su gobierno moral en el
mundo; y:
(4) De nuestra responsabilidad
ante Él como nuestro Soberano y Juez.
Por ello, «jurar por el
nombre de Jehová» y reconocerlo como Dios es una y la misma cosa. Lo primero
involucra lo segundo. Siendo éste el caso, es evidente que a un hombre que
niegue las verdades anteriormente mencionadas no se le puede tomar juramento.
Para él, las palabras que
pronuncia no tienen significado. Si no cree que existe un Dios, o suponiendo
que admita que hay algún ser o fuerza que pueda llamarse Dios, pero si no cree
que este Ser conoce lo que dice el juramentado, o que Él castigará a quien jure
en falso, todo el servicio es una burla. Es una enorme injusticia, que tiende a
disgregar los vínculos de la sociedad, permitir a ateos que den testimonio ante
tribunales.
La
legitimidad de los juramentos. La legitimidad
de los juramentos se puede inferir: 1. Por su naturaleza. Al ser actos de
adoración involucrando el reconocimiento del ser y de los atributos de Dios, y
de nuestra responsabilidad ante Él, son buenos en su naturaleza. No son
supersticiosos, basados en ideas incorrectas de Dios o de Su relación con el
mundo; ni son irreverentes; tampoco son inútiles.
Tienen un verdadero poder
sobre las conciencias de los hombres; y este poder es tanto mayor según la fe
del juramentado y de la sociedad en las verdades de la religión sea más
inteligente e intensa. 2. En las Escrituras, los juramentos, en ocasiones
apropiadas, no sólo se permiten, sino que están ordenados. [Cf. Dt 6:13; Is
65:16; Jer 12:16; 4:2.].Al mismo Dios se le presenta como jurando (Sal. 110: 4;
He 6:13; 7:21). También nuestro mismo bendito Señor, cuando fue conjurado por
el sumo sacerdote, no dudó en responder (Mt 26:63).
Las palabras son: Exorkizö se kata tou Theou tou zontos,
que son correctamente traducidas en nuestra versión así: «Te conjuro [Te llamo
a jurar] por el Dios viviente». Meyer, en su comentario acerca de este pasaje,
dice: «Una respuesta afirmativa a esta fórmula era un juramento en el pleno
sentido de la palabra.» Y la réplica de nuestro Señor: «Tú lo dices», es la
usual forma rabínica de afirmación directa.
La palabra hebrea hishebiyah
es traducida en la Septuaginta como horkizö
y Exorkizö, y en la
Vulgata como adjuro. Véase Gn 1:5, «mi padre me hizo jurar, horkizö me.» Nm 5:19, «Y el sacerdote
Ia conjurará, horkiei autën.»
Se ve en este pasaje, lo mismo que en otros en el Antiguo Testamento, que los
juramentos eran a veces ordenados por el mismo Dios (Éx 22: 10). Por ello, no
pueden ser ilegítimos.
Viendo, entonces, que un
juramento es un acto de adoración, que está ordenado en ocasiones apropiadas,
que nuestro Señor mismo se sometió a ser juramentado, y que los Apóstoles no
dudaron en tomar a Dios como testigo de la verdad de lo que decían, no podemos
admitir que fuera intención de Cristo proclamar todos los juramentos ilegítimos
cuando dijo, como se registra en Mateo 5:34: «No juréis en ninguna manera.»
Esto supondría que la Escritura contradice a la Escritura, y que la conducta de
Cristo no se ajustó a Sus preceptos.
Sin embargo, Sus palabras
son muy explícitas. Significan en griego lo que nuestra versión comunica.
Nuestro Señor dijo, desde luego, «No juréis en ninguna manera.» Pero en el
sexto mandamiento se dice: «No matarás.» Sin embargo, con ello no significa que
no podemos matar animales para comer; esto es permitido y ordenado. Tampoco
prohíbe el homicidio en autodefensa porque también está permitido.
Tampoco prohíbe la
aplicación de la pena de muerte, porque no sólo está permitida, sino que está
mandada. El significado de este mandamiento nunca ha sido objeto de dudas o de
discusiones, porque está suficientemente explicado por el contexto y por la ocasión,
y por la luz que arrojan sobre él otras partes de la Escritura.
Así como el mandamiento «No
matarás» prohíbe sólo matar ilegítimamente, igualmente el mandamiento «No
juréis de ninguna manera» prohíbe sólo los juramentos ilegítimos. Esta
conclusión está confirmada por el contexto. Una gran parte del Sermón del Monte
de nuestro Señor está dedicada a la corrección de perversiones de la ley
introducidas por los escribas y los fariseos. Ellos hacían que el sexto
mandamiento prohibiera sólo el asesinato; nuestro Señor dijo que prohibía todas
las pasiones malignas.
Ellos limitaban el séptimo
mandamiento al acto externo; Él lo extendió al deseo interno. Ellos hacían que
el precepto de amar al prójimo fuera consistente con aborrecer a nuestros
enemigos; Cristo dice: «Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os
maldicen.» De manera semejante, los escribas enseñaban que la ley permitía todo
tipo de juramentos, y jurar en todas las ocasiones, siempre que no se cometiera
perjurio; pero nuestro Señor dijo:
Yo os digo que en vuestras
comunicaciones no juréis de ninguna manera; esto está claro por el versículo
37: «Sean vuestras comunicaciones (logos,
palabra, conversación) Sí, sí; no, no: porque lo que es más que esto proviene
del mal.» Lo que nuestro Señor condena es los juramentos innecesarios,
coloquiales e irreverentes. No tienen nada que ver con aquellos solemnes actos
de adoración permitidos y ordenados en la palabra de Dios.
Los judíos de aquella época
tenían una especial adicción a jurar coloquialmente, manteniendo que la ley
sólo prohibía jurar en falso, o jurar en nombre de dioses falsos; por esto el
Señor tuvo tanta más ocasión para reprender este pecado, y mostrar la maldad de
tales juramentos. ... Normas que rigen
la interpretación y obligación de un juramento. Un juramento debe ser
interpretado en base del sentido llano y natural de las palabras o en el
sentido en que se entienden por parte de aquel a quien le es dado el juramento
o por quien es impuesto. Esto es un dictado simple de la honradez.
Si el juramentado entiende
el Juramento en un sentido diferente al que le da la parte a quien se le hace,
todo el servicio es un engaño y una burla. El comandante al que se refiere
Paley, que juró a una guarnición de una ciudad cercada que si se rendían no se
derramaría ni una gota de su sangre, y que luego los enterró vivos, se hizo
culpable no sólo de perjurio, sino también de un escarnio vil y cruel. El animus imponentis, como se admite
universalmente, tiene por tanto que determinar la interpretación de un juramento.
Fue el hecho de que los
Jesuitas inculcaron la legitimidad de la reserva mental lo que más que ninguna
otra cosa los constituyó en abominación a los ojos de toda la Cristiandad. Fue
esto lo que dio el más fuerte ímpetu al látigo con el que Pascal los echó de
Europa. Esta es una cuestión acerca de la que personas que quieren ser honradas
no siempre son suficientemente cuidadosas. Su conciencia queda satisfecha si lo
que dicen soporta una interpretación consistente con la verdad, aunque su sentido
evidente no lo sea.
Ningún juramento es
obligatorio que obligue a alguien a hacer algo ilegítimo o imposible. El pecado
reside en hacer tal Juramento, no en romperlo. La razón de esta norma es que
nadie puede obligarse a cometer un pecado. Herodes no estaba obligado a
mantener su Juramento a la hija de Herodías cuando ella le pidió la cabeza de
Juan el bautista.
Pero un juramento
voluntario de hacer lo que es legítimo y dentro de la capacidad del juramentado
liga la conciencia,
(A) incluso cuando su cumplimiento perjudica los intereses temporales
del juramentado. La Biblia pronuncia bendición sobre aquel que «aun jurando en
daño suyo, no por eso cambia» (Sal 15: 4).
(B) Cuando el juramento es
obtenido mediante engaño o violencia.
En este último caso el juramentado
hace elección entre dos males. 20. Véase Meyer en este pasaje, que hace
referencia a Filón: De Spec. Leg; A. Lightfoot, Horæ; y Meuschen, N.T. ex Talm. Illustr.
Véase. También Winer, Realwörterbuch. Y Tholuck, Auslegung der Bergpredigt
Christi. 3a edición, Hamburgo, 1845. 21. A cierto
caballero le acusaron de haber escrito un cierto artículo en un diario. Él
declaro que no lo había escrito. Y era cierto. Pero lo había dictado.
Jura hacer un sacrificio para
librarse de lo que teme más que la pérdida de lo que promete ofrecer. Este
puede a menudo ser un caso difícil. Pero tal es la solemnidad de un juramento,
y tal la importancia de que se preserve su inviolable santidad, que es mejor
sufrir injusticia que no quebrantar un juramento.
El caso en el que el
juramento se obtiene por engaño es más difícil, porque cuando se practica este
engaño el juramentado no tenía la intención de asumir la obligación impuesta
por el juramento. Por ello, podría argüir plausiblemente que si él no había
tenido la intención de asumir tal obligación, no la había asumido. Pero, por
otra parte, el principio involucrado en la máxima comercial, caveat emptor, se aplica a los
juramentos. Cada uno está obligado a guardarse de los engaños, y si engañado,
tiene que atenerse a las consecuencias.
Además, aquellos a los que
se ha hecho Juramento confían en él, y actúan en base de él, y, en cierto
sentido, adquieren derechos por él. Sin embargo, las Escrituras son en esto,
como en todos los casos, nuestra guía más segura. Cuando los israelitas
conquistaron Canaán, los gabaonitas que moraban en la tierra enviaron delegados
a Josué, pretendiendo provenir de un país distante, y «Josué hizo paz con
ellos, y celebró con ellos alianza concediéndoles la vida; y también lo juraron
los príncipes de la congregación.»
Cuando el engaño fue
descubierto, el pueblo clamó por su exterminio. «Mas todos los príncipes
respondieron a toda la congregación: Nosotros les hemos jurado por Jehová Dios
de Israel; por tanto, ahora no les podemos tocar» (Jos 9:15, 19). Este
juramento, como se ve por 2 S 21: 1, tenía la sanción de Dios, y el pueblo fue
castigado cuando lo violaron. Votos. Los
votos son esencialmente diferentes de los juramentos, en cuanto a que no
involucran ninguna invocación a Dios como testigo, ni ninguna imprecación de Su
desagrado.
UN VOTO ES SIMPLEMENTE UNA PROMESA HECHA A DIOS.
LAS
CONDICIONES DE UN VOTO LEGÍTIMO SON:
Primero, en cuanto al
objeto, o asunto de voto:
(1) Que sea en sí mismo
legítimo.
(2) Que sea aceptable para
Dios.
(3) Que esté en nuestro poder.
(4) Que sea para nuestra
edificación espiritual.
Segundo, en cuanto a la
persona que hace el voto:
(1) Que sea competente, esto es, que tenga la suficiente
inteligencia, y que sea sui juris. Un niño no es competente para hacer un voto;
tampoco lo es uno que esté bajo autoridad de manera que no tenga libertad de
acción en cuanto al voto pronunciado.
(2) Que actúe con debida deliberación y solemnidad, porque un voto es
un acto de adoración.
(3) Que sea hecho
voluntariamente, y observado alegremente.
Todos estos principios son
reconocidos en la Biblia: «Cuando hagas voto a Jehová tu Dios, no tardes en
pagarlo; porque ciertamente lo demandará Jehová tu Dios de ti, y sería pecado
en ti. Más cuando te abstengas de prometer, no habrá en ti pecado.
Pero lo que haya salido de
tus labios, lo guardarás y lo cumplirás, conforme lo prometiste a Jehová tu
Dios, pagando la ofrenda voluntaria que prometiste con tu boca» (Dt 23:21-23).
En Números 30:3-5 se ordena que si una mujer en casa de su padre hace un voto,
y su padre no se lo permite, no se mantendrá,. «y, Jehová se lo dispensará, por
cuanto su padre se lo vedó.» El mismo principio se aplica a las mujeres casadas
y a los hijos, en base del evidente principio de que cuando se tocan los
derechos de otros, no tenemos libertad de menospreciarlos.
Todas las condiciones
precisas para la legitimidad de un voto pueden ser incluidas bajo la vieja
fórmula: «judicium in vovente, justitia in objecto, veritas in mente.» La legitimidad de los votos. Acerca
de esta cuestión hay poca o ninguna diversidad de opinión.
QUE SON LEGÍTIMOS ES EVIDENTE:
1. Por su naturaleza. Un voto es sencillamente una promesa hecha a
Dios. Puede ser una expresión de gratitud por algún favor señalado ya
concedido, o una promesa de manifestar tal gratitud por alguna bendición
deseada si Dios quisiera concedería. Así, Jacob hizo voto de que si Dios le devolvía
en paz a la casa de su padre, le consagraría un diezmo de todo lo que poseía.
La Biblia, especialmente los Salmos, abundan en ejemplos de tales votos de
acción de gracias a Dios.
2. El hecho de que las Escrituras contienen tantos ejemplos de
votos, y tantas instrucciones a que sean observados fielmente, es prueba
suficiente de que en su sitio, y en ocasiones apropiadas, son aceptables a los
ojos de Dios.
3. Pero en tanto que se debe admitir la legitimidad de los votos, no
deberían multiplicarse indebidamente, ni hacerse a la ligera, ni permitir que
interfieran con nuestra libertad cristiana. No sólo la violación de estas
reglas han producido los mayores males en la Iglesia de Roma, sino que los
cristianos protestantes también se han visto reducidos al mayor estado de
esclavitud por la multiplicación de los votos.
Cuando ocurren estos casos,
es cosa sana y es correcto para el cristiano afirmar su libertad. Así como un
creyente no puede ser llevado rectamente a la esclavitud por los hombres,
tampoco puede rectamente hacerse esclavo a sí mismo.
Debería recordar que Dios
prefiere misericordia al sacrificio; que ningún servicio es aceptable para Él
que nos sea dañino; que no demanda de nosotros observar promesas que jamás
debiéramos haber hecho, y que los votos por naderías son irreverentes, y que ni
deberían ser hechos ni contemplados, sino que deberíamos arrepentimos de ellos
como pecados. Incluso
Tomás de Aquino dice:
«Vota quæ sunt de rebus vanis et
inutilibus, sunt magis deridenda, quam servanda.»
EL CUARTO
MANDAMIENTO.
SU DESIGNIO.
El designio del cuarto
mandamiento era:
(1) Conmemorar la obra de la creación. EI pueblo recibió la orden de
recordar el día de Sábado santificarlo, porque en seis días Dios hizo los
cielos y la tierra.
(2) Preservar vivo el conocimiento del único Dios vivo y verdadero.
Si los cielos y la tierra fueron creados, tienen que haber tenido un creador y
ese creador tiene que ser extramundano, existiendo antes que, fuera de e
independientemente del mundo. Tiene que ser omnipotente, e infinito en
conocimiento, sabiduría y bondad, porque todos estos atributos son necesarios
para explicar las maravillas de los cielos y de la tierra.
(3) Este mandamiento tenía el designio de detener la comente de la
vida exterior de la gente y volver sus pensamientos a lo invisible y
espiritual. Los hombres son tan propensos a sumergirse en las cosas de este
mundo que es de la mayor importancia que haya un día de frecuente repetición en
el que se les prohíba pensar en las cosas de este mundo, y que se les lleve a
pensar en las cosas invisibles y eternas.
(4) Tenía la intención de dar tiempo para la instrucción del pueblo,
y para el culto especial y publico de Dios.
(5) Mediante la prohibición de todo trabajo servil, tanto de hombres
como de animales, estaba designado para asegurar un reposo recuperativo para
aquellos en quienes había recaído la maldición primigenia: «Comerás el pan con
el sudor de tu rostro.»
(6) Como día de descanso y como puesto aparte para la relación con
Dios, estaba dispuesto para ser un tipo de aquel reposo que queda para el
pueblo de Dios como aprendemos de los Salmos 95: 11, como lo expone el Apóstol
en Hebreos 4:1-10.
(7) Como la observancia del Sábado se había extinguido entre las
naciones, fue solemnemente reinstaurado bajo la dispensación Mosaica para que
fuera señal del pacto entre Dios y los hijos de Israel. Debían distinguirse de
entre todas las naciones de la tierra como pueblo observante del Sábado, y como
tales recibirían especiales bendiciones de Dios.
Éxodo 31:13: «En verdad vosotros guardaréis mis sábados; porque es
señal entre mí y vosotros. por vuestras generaciones, para que sepáis que yo
soy Jehová que os santifico.» Y en
Ezequiel 20:12 se dice: «Les di también mis sábados, para que fuesen por señal
entre mí y ellos, para que supiesen que yo soy Jehová, que los santifico.
EL SÁBADO FUE INSTITUIDO DESDE EL PRINCIPIO, Y ES DE
OBLIGACIÓN PERPETUA.
1. Esto se puede inferir por la naturaleza y designio de la
institución. Es un principio generalmente reconocido que aquellos mandamientos
dirigidos a los judíos como judíos, y basados en sus peculiares circunstancias
y relaciones, se desvanecieron cuando se abolió la economía Mosaica; pero los
basados en la inmutable naturaleza de Dios, o en las relaciones permanentes de
los hombres, son de obligación permanente.
Hay muchos mandamientos que obligan a los hombres como hombres; a
los padres como padres; a los hijos como hijos; y a los vecinos como vecinos.
Es perfectamente evidente que el cuarto mandamiento pertenece a esta última
clase. Es importante que todos los hombres sepan que Dios creó el mundo, y por
ello que Él es un ser personal extramundano, infinito en todas sus
perfecciones.
Todos los hombres tienen que detenerse en su carrera terrenal, y
son llamados a detenerse y a volver sus pensamientos hacia Dios. Es de
incalculable importancia que los hombres tengan tiempo y oportunidad para la
instrucción y el culto religiosos. Es necesario que todos los hombres y
animales serviles tengan tiempo para reposar y recobrar fuerzas. El reposo
nocturno diario no es suficiente para ello, como nos aseguran los fisiólogos, y
como lo ha demostrado la experiencia. Éste es evidentemente el parecer de Dios.
Así, parece, por la naturaleza de este mandamiento como moral, y
no positivo o ceremonial, que es original y universal en su obligación. Nadie
pretende que los mandamientos «no matarás» y «no hurtarás» fueron primeramente
anunciados por Moisés, y que dejaron de ser vinculantes cuando la antigua
economía se desvaneció. Una ley moral es vinculante por su misma naturaleza.
Expresa una obligación que surge bien de nuestra relación con Dios, o bien de
nuestras relaciones permanentes con nuestros semejantes.
Es vinculante tanto si está formalmente promulgada como si no. Es
indudable que hay elementos positivos en el cuarto mandamiento tal como aparece
en la Biblia. Es positivo que sea una séptima, y no una sexta u octava parte de
nuestro tiempo la que consagramos al servicio público de Dios. Es positivo que
sea el séptimo día de Ia semana y no otro día el que así se separa. Pero es
moral que haya un día de reposo y de cesación de actividades terrenales. Es de
obligación moral que Dios y Sus grandes obras sean expresamente recordadas.
Es un deber moral que el pueblo se reúna para instrucción
religiosa y para la adoración unida a Dios. Todo esto era obligatorio antes de
la época de Moisés, y hubiera sido vinculante aunque él jamás hubiera existido.
Todo lo que hizo el cuarto mandamiento fue poner esta obligación
natural y universal en una forma concreta.
2. La obligación original y universal de la ley del Sábado se puede
inferir por el hecho de haber encontrado lugar en el Decálogo. Como todos los
otros mandamientos en aquella revelación fundamental de los deberes del hombre
para con Dios y para con su prójimo son morales y permanentes en su obligación,
sería incongruente e innatural que el cuarto fuera una excepción solitaria.
Este argumento no es desde luego contestado con la respuesta dada
por los defensores de la doctrina opuesta. El argumento, dicen ellos, es válido
sólo sobre la suposición de «que la ley Mosaica, debido a su origen divino, es
de autoridad universal y permanente.» ¿No se podría asimismo decir que si el
mandamiento «No hurtarás» sigue en vigor, que todo el código de la ley de
Moisés tiene que ser vinculante?
3. Otro argumento se deriva de la pena que acompaña a la violación
de este mandamiento: «Guardaréis el sábado, porque santo es a vosotros; el que
lo profanare, de cierto morirá» (Éx 31:14). Ninguna violación de una ley
meramente ceremonial o positiva era visitada con esta pena. Ni el descuido de
la circuncisión, aunque involucraba el rechazo tanto del pacto Abrahámico y del
Mosaico, y necesariamente implicaba la pérdida de todos los beneficios de la
teocracia, fue constituido como delito capital.
La ley del sábado, al quedar distinguida así, fue elevada muy por
encima de los meros mandamientos positivos. Le fue dado un carácter especial,
no sólo de importancia primordial, sino también de especial santidad.
4. Por ello encontramos que en los profetas, así como en el
Pentateuco, y en los libros históricos del Antiguo Testamento, el Sábado no
sólo es mencionado como «un deleite», sino que también es predicha su fiel
observancia como una de las características del período Mesiánico. ... Estas
consideraciones, aparte de la evidencia histórica o de la aserción directa de
las Escrituras, son suficientes para crear una presunción intensa, si no
invencible, de que el Sábado fue instituido desde el principio, y que fue designado
para ser de obligación universal y permanente. Toda ley que tuviera una base o
razón temporal para su promulgación era temporal en su obligación. Donde la
razón de la ley es permanente, la ley misma es permanente.
EL QUINTO MANDAMIENTO.
SU DESIGNIO.
El principio general de
deber que se da en este mandamiento es que deberíamos sentir y actuar de una
manera apropiada hacia nuestros superiores. No importa en qué consista esta
superioridad, si es de edad, oficio, poder, conocimiento o excelencia.
Hay ciertos sentimientos y
una cierta línea de conducta que se debe a aquellos que están por encima de
nosotros, por esta misma razón, determinados y modificados en cada caso por el
grado y la naturaleza de esta superioridad. A los superiores se debe, a cada uno
de ellos en conformidad a la relación que tenga con nosotros, reverencia,
obediencia y gratitud.
LA BASE DE ESTA OBLIGACIÓN SE DEBE ENCONTRAR:
(1) En la voluntad de Dios, que ha impuesto este deber a todas las
criaturas racionales.
(2) En la naturaleza de la relación misma. La superioridad supone, en
alguna forma o grado, de parte del inferior, dependencia y deuda, y por ello es
apropiada la reverencia, gratitud y obediencia y:
(3) En la conveniencia, por cuanto el orden moral del gobierno divino
y de la sociedad humana dependen de esta debida sumisión a la autoridad.
En el caso de Dios, como Su
autoridad es infinita, la sumisión de Sus criaturas debe ser absoluta. A Él le
debemos adoración o la más profunda reverencia, la más ferviente gratitud, y una
implícita obediencia. El quinto mandamiento, sin embargo, trata de nuestro
deber con nuestras criaturas.
Lo primero en orden e
importancia es el deber de los hijos para con sus padres, y por ello el deber
general queda incorporado en el específico mandamiento de «Honra a tu padre y a
tu madre». La relación filial. Mientras
que los deberes relativos de padres e hijos deben ser en todas partes y
esencialmente los mismos, quedan sin embargo más o menos modificados por varias
condiciones de la sociedad.
Hay leyes acerca de esta
cuestión en la Biblia que al dirigirse a un estado de cosas existente antes de
la venida de Cristo, ya no son vinculantes para nosotros. Era inevitable, en el
estado patriarcal de la sociedad, y especialmente en el estado de nomadismo,
que el padre de una familia fuera a la vez padre, magistrado y sacerdote.
Y era natural y correcto
que muchas de las prerrogativas parentales necesarias para tal estado de la
sociedad quedaran retenidas en el estado temporal y transicional organizado bajo
las instituciones Mosaicas. Por ello, vemos que las leyes de Moisés investían a
los padres con poderes que ya no les pueden pertenecer con propiedad, y
sostenían la autoridad paterna con leyes penales que ya no son necesarias.
En el Nuevo Testamento se
reconoce y ordena frecuentemente el deber mandado por el quinto mandamiento.
Nuestro mismo bendito Señor estuvo sujeto a Sus padres (Lc 2:51). El Apóstol
ordena a los hijos a que obedezcan a sus padres en el Señor (Ef 6: 1), y que
los obedezcan en todo, porque esto es agradable al Señor (Col 3:20).
Esta obediencia no debe ser
sólo religiosa, sino específicamente cristiana, por cuanto la palabra Señor, en
Efesios 6: 1, se refiere a Cristo. Esto es patente porque Señor, en el Nuevo
Testamento, debe entenderse siempre de Cristo a no ser que el contexto lo
impida; y porque a lo largo de estos capítulos Señor y Cristo se intercambia,
de modo que es evidente que ambas palabras se refieren a la misma persona.
A los hijos se les manda
que obedezcan a sus padres en el Señor, esto es, como un deber religioso, como
parte de la obediencia debida al Señor. Deben obedecerles «en todo», esto es,
en todo lo que pertenezca a la esfera de la autoridad paterna. Dios nunca ha
dado a los hombres una autoridad ilimitada. Las limitaciones de la autoridad
paterna están determinadas en parte por la naturaleza de la relación, en parte
por las Escrituras, y en parte por el estado de la sociedad o la ley de la
tierra.
La naturaleza de la
relación supone que los padres deben ser obedecidos como padres, por gratitud y
amor; y que su voluntad debe ser consultada y respetada incluso cuando sus
decisiones no sean finales. No deben ser obedecidos como magistrados, como si
estuvieran investidos con la capacidad de hacer o administrar leyes civiles, ni
como profetas o sacerdotes. No son señores sobre la conciencia. No pueden
controlar nuestra fe ni decidir por nosotros cuestiones de deber de manera que
nos exoneren de nuestra responsabilidad personal. Al ser un servicio de amor,
no admite unos límites estrictamente definidos.
Los hijos deben amoldarse a
los deseos y dejarse controlar por los juicios de sus padres en todos los casos
en que tal sumisión no entre en conflicto con deberes más elevados. La regla
general es simple e inclusiva. No entra en detalles innecesarios. Prescribe la
norma general de la obediencia. Las excepciones a esta norma deben ser tales
que se justifiquen por sí mismas a una conciencia divinamente iluminada, esto
es, una conciencia iluminada por la Palabra y el Espíritu de Dios. El principio
general dado en Ia Biblia en tales casos es: «Es justo obedecer a Dios antes
que a los hombres.»
LA PROMESA.
Este mandamiento tiene una
promesa especial que lo acompaña. Esta promesa tiene una forma teocrática tal
como aparece en el Decálogo: «Para que tus días se alarguen en la tierra que
Dios te da.» El Apóstol, en Efesios 6:3, al omitir la última cláusula la generaliza,
de manera que la aplica no a una tierra o pueblo, sino a los hijos obedientes
en todas partes. La promesa anuncia el propósito general de Dios y un principio
general de Su gobierno providencial. «La mano del diligente enriquece»; ésta es
una norma general que no queda invalidada si aquí o allí hay un hombre diligente que permanece pobre.
Les va bien a los hijos
obedientes. Prosperan en el mundo. Éste es el hecho, y ésta es la promesa
divina. Siendo la familia la piedra angular del orden social y de la
prosperidad, sigue que son bendecidas las familias en las que el plan y
propósito de Dios es más plenamente llevado a cabo y realizado. Deberes paternos.
Así como los hijos están
obligados a honrar y a obedecer a sus padres, también los padres tienen deberes
no menos importantes con respecto a sus hijos. Estos deberes son sumariamente
expresados en Efesios 6:4, primero en sentido negativo, y luego en forma
positiva: «Vosotros, padres, no provoquéis a ira a vuestros hijos». Esto es lo
que no deben hacer. No deben excitar las malas pasiones de sus hijos por medio
de Ira, severidad, injusticia, parcialidad, o cualquier ejercicio indebido de
la autoridad. Este es un gran mal.
Es sembrar cizaña en lugar
de trigo en un suelo feraz. La parte positiva del deber paterno es expresado en
la instrucción global: «sino criadlos en disciplina (paideia) y amonestación (noutheseia)
del Señor». La primera de estas palabras es inclusiva, la segunda es
específica. La primera expresa todo el proceso de educación o instrucción; la
otra el especial deber de advertencia y corrección.
La «disciplina y
amonestación» deben ser de carácter cristiano; esto es, no sólo tal como lo que
Cristo aprueba y ordena, sino que es verdaderamente suya, esto es, que Él
ejercita por medio de Su palabra y Espíritu por medio del padre como Su órgano.
«Cristo es presentado ejercitando esta disciplina y amonestación, en tanto que
por Él, por Su Espíritu, influencia y controla al padre.»
Según el Apóstol, este
elemento religioso o cristiano es esencial en la educación de los jóvenes. El
hombre tiene una naturaleza religiosa así como natural. Descuidar la primera
sería tan irrazonable como descuidar la segunda y hacer de la educación una
mera instrucción física. Tenemos que actuar en conformidad a la realidad. Es
una realidad que los hombres poseen una naturaleza moral y religiosa.
Es un hecho que si sus
sentimientos morales y religiosos son iluminados y apropiadamente
desarrollados, se vuelven rectos, utiles y felices. Por otra parte, si estos
elementos de su naturaleza quedan sin cultivar o se pervierten, se vuelven
degradados, miserables y malvados. Es un hecho que este departamento de nuestra
naturaleza necesita tanto de la cultura correcta como la intelectual o la
física.
Es un hecho que esta cultura
puede ser alcanzada sólo mediante su inculcación en la mente y su impronta en
la conciencia. Es un hecho que esta verdad, como todos los cristianos creen,
está contenida en las Sagradas Escrituras. Es un hecho, según las Escrituras,
que el Hijo eterno de Dios es el único Salvador de los hombres, y que es por fe
en Él y por obediencia a Él, que los hombres son libertados del dominio del
pecado.
Y por ello es un hecho que
a no ser que los hijos sean criados en la disciplina y amonestación del Señor, ellos,
y la sociedad que ellos constituyan o controlen, irá a la destrucción. ... Todo
se resume en esto: Los cristianos están obligados por mandamiento expreso de
Dios, así como por consideración a la salvación de sus hijos y a los mejores
intereses de la sociedad, a procurar que sus hijos sean criados «en disciplina
y amonestación del Señor»; a esto están obligados: por medio del estado si
pueden; sin él, si deben.
La
obediencia a los magistrados civiles. Si el quinto mandamiento instruye, como principio general, respeto
y obediencia a nuestros superiores, incluye nuestras obligaciones para con los
gobernantes civiles. Se nos ordena: «Por causa del Señor, someteos a toda
institución humana, ya sea al rey, como a superior, ya a los gobernadores, como
enviados por él para castigo de los malhechores y alabanza de los que hacen el
bien. Porque esta es la voluntad de Dios» (1 P 2: 13-15).
Toda la teoria del gobierno
civil y del deber de los ciudadanos para con sus gobernantes queda globalmente
enunciada por el Apóstol en Romanos 13:1-5.
ALLÍ SE NOS ENSEÑA:
(1) Que toda autoridad
proviene de Dios.
(2) Que los magistrados
civiles están ordenados por Dios.
(3) Que la resistencia a los mismos es resistencia a Él; ellos son
ministros que ejercen Su autoridad entre los hombres.
(4) Que se les debe rendir obediencia a ellos como cuestión de
conciencia, como parte de nuestra obediencia a Dios. De esto se ve de manera
patente:
Primero, que el
gobierno civil es una ordenanza divina. No es meramente una institución humana
optativa, algo que los hombres puedan tener o no tener, según consideren
conveniente. No está basado en ningún contrato social; es algo que Dios ordena.
Segundo: Se incluye en
la doctrina del Apóstol que los magistrados derivan su autoridad de Dios; ellos
son servidores de Él, y le representan. ... Los poderes que existen están
ordenados por Dios; es Su voluntad que lo sean, y que estén revestidos de
autoridad.
Tercero: En base .de
esto sigue que la obediencia a los magistrados y a la ley es un deber
religioso. Debemos someternos «a toda institución humana) por causa del Señor,
por consideración a Él, como lo expresa San Pedro; o «por causa de la conciencia»,
como expresa San Pablo la misma idea.
No estamos obligados a
obedecer a los magistrados meramente porque hayamos prometido hacerlo; ni
porque los hayamos designado nosotros; ni porque sean sabios o buenos, sino
porque ésta es la voluntad de Dios. «De modo que quien se opone a la autoridad,
a lo establecido por Dios resiste; y los que resisten, acarrean condenación (krima) para sí mismos.) Esto es, Dios
los castigará.
Cuarto: Otro principio incluido en la doctrina del Apóstol es que se debe
obediencia a todo gobierno de facto, sea cual sea su origen o carácter. Sus
instrucciones fueron escritas durante el reinado de Nerón, y ordenaban que se
le obedeciera. A los cristianos primitivos no se les pidió que examinaran las
credenciales de sus gobernantes coetáneos cada vez que la guardia pretoriana
decidiera deponer un emperador y proclamar a otro.
Debemos obedecer «las
[autoridades] que hay». Tienen esta autoridad por la voluntad de Dios, que
queda revelada por hechos tan claramente como por palabras. Es por Él que «los
reyes reinan y que los príncipes decretan justicia.) «El levanta a uno, y a
otro lo abaja).
Quinto: Las Escrituras
enseñan claramente que ninguna autoridad humana puede ser ilimitada. Tal
limitación puede que no vaya expresada, pero está siempre implicada. El
mandamiento «No matarás» tiene una forma ilimitada, pero las Escrituras
reconocen que el homicidio puede ser en ciertos casos no sólo justificable,
sino obligatorio.
Los principios que limitan
la autoridad del gobierno civil y de sus agentes son sencillos y evidentes.
El primero es que los
gobiernos y magistrados tienen autoridad sólo dentro de sus esferas legítimas.
Por cuanto el gobierno civil está instituido para la protección de la vida y de
la propiedad, para la preservación del orden, para el castigo de los
malhechores, y para alabanza de los que hacen lo bueno, sólo tiene que ver con
la conducta o actos externos de los hombres. No puede tocar a sus opiniones, sean
científicas, filosóficas o religiosas.
Una ley del Parlamento o
del Congreso ordenando que los ingleses o americanos deben ser materialistas o
idealistas sería un absurdo y una vaciedad. El magistrado no puede entrar en
nuestras familias y asumir la autoridad paterna, ni en nuestras iglesias y
enseñar como un ministro. Un juez de paz no puede arrogarse las prerrogativas
de un gobernador estatal, ni del presidente de los Estados Unidos. Fuera de su
ámbito, un magistrado deja de serlo.
Una segunda limitación es
no menos clara: Ninguna autoridad humana puede obligar a nadie a desobedecer a
Dios. Si todo poder viene de Dios, no puede ser legítimo cuando se usa contra
Dios. Esto es evidente por si mismo.
Cuando a los Apóstoles se
les prohibió predicar el Evangelio, rehusaron obedecer. Cuando los tres amigos
de Daniel rehusaron inclinarse ante la imagen hecha por Nabucodonosor, cuando
los primeros cristianos rehusaron adorar ídolos; y cuando los mártires
Protestantes rehusaron profesar los errores de la Iglesia de Roma, todos se
encomendaron a Dios, y alcanzaron el respeto de todos los hombres buenos.
Acerca de esto no puede haber discusión. Es importante que este principio sea
no sólo reconocido, sino también proclamado públicamente.
Sexto: Otro principio
general es que la cuestión de cuándo pueda y deba desobedecerse al gobierno
civil es una que cada individuo debe decidir por si mismo. Es asunto de juicio
individual. Cada hombre tiene que responder a Dios de sí mismo, y por ello cada
hombre debe juzgar por sí mismo acerca de si un acto es pecaminoso o no.
Daniel juzgó por sí mismo.
Así lo hicieron Sadrac, Mesac y Abed-nego. Lo mismo sucedió con los Apóstoles y
con los mártires. Una ley o mandamiento anticonstitucionales es vacía y nula.
Nadie peca desobedeciéndola. Pero desobedece a riesgo de sí mismo. Si su
postura es correcta, queda libre. Si es incorrecta, a la vista del tribunal
competente, tiene que sufrir la pena. Hay una evidente distinción a establecer
entre desobediencia y resistencia.
Uno está obligado a
desobedecer la ley o el mandamiento que exija que peque, pero no sigue de ello
que tenga la libertad de resistirse a la aplicación de la ley. Los Apóstoles
rehusaron obedecer a las autoridades judías; pero se sometieron a la pena
infligida. Obediencia a la Iglesia. El
Apóstol ordena a los cristianos: «Obedeced a vuestros pastores, y someteos a
ellos; porque ellos velan por vuestras almas.» «Acordaos de vuestros pastores,
que os hablaron la palabra de Dios» (He 13:7, 17).
Nuestro Señor dijo a Sus discípulos
que si un hermano que hubiera ofendido se resistía a otros medios para llevarlo
al arrepentimiento, su ofensa debía ser contada a la Iglesia; y que si se
negaba a oír a la Iglesia, debía ser considerado como gentil y publicano (Mt
18:17). Los principios que regulan nuestra obediencia a la Iglesia son muy
semejantes a los que tienen que ver con nuestra relación con el Estado.
Así, en tanto que el deber
de la obediencia a nuestros superiores, y la sumisión a la ley, tal como se
ordena en el quinto mandamiento, es la fuente de todo orden en la familia, en
la Iglesia y en el Estado, la limitación de este deber por nuestra más alta
obligación para con Dios es el fundamento de toda libertad civil y religiosa.
CUARTA LECCIÓN
EL SEXTO MANDAMIENTO.
Su
designio. Este mandamiento, tal como lo expone nuestro
Señor (Mt 5:21, 22), prohíbe la malicia en todos sus grados y en todas sus
manifestaciones. La Biblia reconoce la distinción entre la ira y la malicia. La
primera es permisible en ciertas ocasiones; la segunda es, por naturaleza, y
por ello siempre, mala.
Lo primero es una emoción
natural o constitucional que brota de la experiencia o percepción del mal, e
incluye no sólo desaprobación sino también indignación, y un deseo en alguna
forma de rectificar o castigar el mal infligido. Lo otro incluye odio y el
deseo de infligir mal para gratificar esta malvada pasión.
De nuestro Señor se dice
que se airó; pero en Él no había malicia ni resentimiento. Él era el Cordero de
Dios; cuando le maldecían, no respondía con maldición; cuando padecía, no
amenazaba; oró por Sus enemigos incluso en la cruz. En los varios mandamientos
del Decálogo, se selecciona la más alta manifestación de todo mal para su
prohibición, con la intención de incluir las formas menores del mismo mal. Al
prohibirse matar, se incluyen todos los grados y manifestaciones de sentimiento
malicioso. La Biblia le asigna un especial valor a la vida del hombre.
En primer lugar porque fue creado a imagen de Dios. Él no sólo es como
Dios en los elementos esenciales de su naturaleza, sino que también es
representante de Dios sobre la tierra. Una indignidad o un daño infligido a él
es un acto de irreverencia hacia Dios.
Y segundo, todos los hombres son hermanos. Son de una sangre; hijos
de un padre común. Sobre esta base estamos ligados a amar y a respetar a todos
los hombres como hombres; y a hacer todo lo que podamos no sólo para proteger
sus vidas sino también para promover su bienestar. Por ello, matar es el más
gran crimen que un hombre puede cometer contra su prójimo.
La pena capital. Por cuanto el sexto mandamiento prohíbe el homicidio malicioso,
está claro que en la prohibición no se incluye la inflicción de la pena
capital. Este castigo no se inflige para gratificar el sentimiento de venganza,
sino para dar satisfacción a la justicia y para preservar la sociedad. Por
cuanto estos son fines legítimos y de la mayor importancia, sigue que el
castigo capital del asesinato es también legítimo.
ESTE CASTIGO, EN CASO DE ASESINATO, NO ES SÓLO
LEGÍTIMO, SINO TAMBIÉN OBLIGATORIO.
1. Porque está expresamente declarado en la Biblia. «El que derrame
sangre del hombre, por el hombre su sangre será derramada; porque a imagen de
Dios es hecho el hombre» (Gn 9:6). Es patente que esto es de obligación
perpetua, por cuanto fue ordenado a Noé, la segunda cabeza de la raza humana.
Por ello, no fue designado para una era o nación en particular. Es el anuncio
de un principio general de la justicia; una revelación de la voluntad de Dios.
Además, la razón asignada por la ley es una razón permanente. El hombre fue
creado a imagen de Dios; y, por ello, quien derrame su sangre, por el hombre
será su sangre derramada. Esta razón es tan válida en un tiempo o lugar como en
cualquier otro tiempo o lugar.
El comentario de Rosenmüller acerca de esta cláusula es: «Cum homo
ad Dei imaginem sit factus, æquum est, ut, qui Dei imaginem violavit et
destruxit, occidatur cum Dei imagini injuriam faciens, ipsum Deum, illius
auctorem, petierit.» Es una consideración muy solemne, y de amplia aplicación.
Es de aplicación no sólo al asesinato y a otros daños infligidos sobre las
personas de los hombres, sino también a todo aquello que tienda a degradarlas o
a contaminarlas.
El Apóstol lo aplica incluso a malas palabras, o a la sugestión de
pensamientos corrompidos. Si es un ultraje cometer una indignidad contra la
estatua o retrato de un hombre grande y bueno, o de un padre o de una madre,
cuanto más grande es el ultraje cuando ultrajamos la imperecedera imagen de
Dios impresa en el alma inmortal del hombre.
La orden de que el asesino debe ser muerto sin falta la
encontramos repetida una y otra vez en la ley de Moisés (Éx 21:12, 14; Lv
24:17; Nm 35:21; Dt 19:11, 13). Hay claros reconocimientos en el Nuevo
Testamento de la continuada obligación de la divina ley de que el asesinato
debe ser castigado con la muerte. En Romanos 13:4 el Apóstol dice que el
magistrado «no en vano lleva la espada».
La espada era llevada como símbolo del poder del castigo capital.
Incluso por parte de escritores profanos, dice Meyer, que el magistrado «nevara
la espada» era emblema de poder sobre la vida y la muerte. El mismo Apóstol
dice (Hch 25:11): «Si he hecho algún agravio, o alguna cosa digna de muerte, no
rehúso morir», lo que indica claramente que, a juicio de él, había delitos para
los que era apropiada la pena de muerte.
2. Además de estos argumentos en base de las Escrituras, hay otros
que provienen de la justicia natural. Es un dictado de nuestra naturaleza moral
que el crimen debe ser castigado; que debería existir una justa proporción
entre el delito y la pena; y que la muerte, la mayor pena, es el castigo
apropiado para el mayor de los crímenes.
Que éste es el parecer instintivo de los hombres queda demostrado
por la dificultad que a veces se tiene para refrenar a la multitud de tomarse
una venganza precipitada en casos de asesinatos atroces. Tan fuerte es este
sentimiento que hay la certeza de que se implantará una especie de justicia
desenfrenada para tomar el lugar de una inoperancia judicial. Esta justicia, al
ser sin ley e impulsiva, es demasiadas veces mal guiada y errónea, y, en una
sociedad establecida, es siempre criminal.
Al estar en la naturaleza de los hombres que la abolición de la
pena de muerte como pena judicial legítima llevará a que ésta sea infligida por
el vengador de la sangre, o por asambleas tumultuarias, Ia sociedad tiene que
escoger entre asegurarle al homicida un juicio justo por parte de las
autoridades constituidas, o entregarlo al ciego espíritu de venganza.
3. La experiencia enseña que cuando la vida humana es infravalorada,
está en inseguridad; que cuando el asesino escapa impune, o es castigado de
forma inadecuada, los homicidios se multiplican de manera alarmante. La
cuestión práctica, entonces, es: ¿quién debe morir? ¿El inocente, o el asesino?
EL HOMICIDIO EN DEFENSA PROPIA.
Queda claro que el sexto
mandamiento no prohíbe el homicidio en defensa propia:
(1) Porque tal homicidio no es malicioso, y, por tanto, no entra
dentro del campo de la prohibición.
(2) Porque la auto-preservación es un instinto de nuestra naturaleza,
y, por tanto, una revelación de la voluntad de Dios.
(3) Porque es un dictado de la razón y de la justicia natural que si
de dos personas una tiene que morir, debería ser el agresor y no el agredido.
(4) Porque el juicio universal de los hombres, y la Palabra de Dios,
declaran inocente a aquel que mata a otro defendiendo su propia vida o la de su
prójimo.
Guerra.
Se concede que la guerra es uno de los más
terribles malos que pueden infligirse a un pueblo; que involucra la destrucción
de las propiedades y de la vida; que desmoraliza tanto a los vencedores cómo a
los vencidos; que visita a miles de no combatientes con todas las miserias de
la pobreza, de la viudez y de la orfandad; y que tiende a detener el avance de
la sociedad en todo lo bueno y deseable.
Dios, en muchos casos, hace
que las guerras, como los tornados y los terremotos, resulten finalmente para
cumplimiento de Sus benevolentes propósitos, pero esto no demuestra que la
guerra en sí mismo no sea un gran mal. Él hace que la ira del hombre le alabe.
Se concede que las guerras emprendidas para gratificar la ambición, la codicia
o el resentimiento de los gobernantes o del pueblo, son anticristianas y
malvadas.
Se concede asimismo que la
inmensa mayoría de las guerras que han asolado el mundo han sido
injustificables delante de Dios y de los hombres.
SIN EMBARGO, NO SIGUE DE ESTO QUE SE DEBA CONDENAR LA
GUERRA EN TODOS LOS CASOS.
1. Esto queda demostrado porque el derecho de la defensa propia
pertenece a las naciones así como a los individuos: Las naciones están
obligadas a proteger las vidas y propiedades de sus ciudadanos. Si éstas se ven
asaltadas por la fuerza, se puede emplear la fuerza de manera legítima para su
protección.
Las naciones tienen derecho
asimismo a defender su propia existencia. Si ésta peligra por la conducta de
otras naciones, tienen el derecho natural a la propia protección. Una guerra
puede ser defensiva y sin embargo en cierto sentido agresiva. En otras
palabras, la auto-defensa puede dictar y hacer necesario dar el primer golpe.
Un hombre no está obligado a esperar hasta que un asesino dé realmente el
primer golpe es suficiente que vea innegables manifestaciones de un propósito
hostil.
De igual manera una nación
no está obligada a esperar hasta que sus territorios sean realmente invadidos y
sus ciudadanos asesinados antes de blandir las armas. Es suficiente con que
haya clara evidencia por parte de otra nación de una intención de iniciar
hostilidades. Aunque es fácil establecer el principio de que la guerra es
justificable sólo como medio de autodefensa, la aplicación práctica de este
principio está fraguada de dificultades.
La más mínima agresión a
una propiedad nacional, o la más ligera infracción de los derechos nacionales,
puede ser considerada como el primer paso hacia la extinción nacional, y
presentarse como justificación para adoptar las más extremas medidas de
defensa. Una nación puede pensar que es esencial para su seguridad un cierto
agrandamiento territorial, y por ello que tiene derecho a ir a la guerra para
lograrlo.
Igualmente un hombre podría decir que necesita
de una sección de la granja de su vecino para disfrutar plenamente de su
propiedad, y por ello que tiene derecho a arrebatarla y quedársela. Se debe
recordar que las naciones están tan obligadas por la ley moral como las
personas individualmente; y por tanto que lo que una persona no pueda hacer
para proteger sus propios derechos, o con la excusa de la defensa propia,
tampoco puede hacerlo una nación.
Por ello, una nación está
obligada a ejercer gran paciencia, y a adoptar todos los medios disponibles de
corregir los males, antes de lanzarse a sí misma y a otras a todas las
desmoralizadoras miserias de la guerra.
2. Pero la legitimidad de la guerra defensiva no descansa de manera
exclusiva sobre estos principios generales de justicia; está claramente
reconocida en la Escritura. En numerosos casos, en el Antiguo Testamento, estas
guerras fueron mandadas. Dios dotó a los hombres con especiales cualificaciones
como guerreros. Les respondió cuando era consultado por medio del Urim y Tumim,
o por medio de los profetas, acerca de la idoneidad de campañas militares (Jue
20:27; I S 14:37; 23:2,4; I R 22:6ss.); y a menudo interfirió milagrosamente en
favor de Su pueblo cuando estaban enzarzados en una batalla.
Muchos de los Salmos de
David, dictados por el Espíritu, son oraciones pidiendo la ayuda divina en la
guerra o en acción de gracias por la victoria. Por ello, está bien claro que el
Dios al que adoraban los patriarcas y los profetas no condenaba la guerra,
cuando la elección era la guerra o la destrucción. Está bien claro que si a los
israelitas no se les hubiera dejado defenderse contra sus vecinos paganos,
pronto habrían sido extirpados, y su religión se habría desvanecido con ellos.
Por cuanto los principios
esenciales de la moral no cambian, lo que era permitido o mandado bajo una
dispensación no puede ser ilegítimo en otra, a no ser que lo indique una nueva
revelación. Sin embargo; el Nuevo Testamento no contiene tal revelación. No
dice, como en el caso de divorcio, que la guerra les había sido permitido a los
hebreos por la dureza de su corazón, pero que bajo el Evangelio debía prevalecer
una nueva ley. Este mismo silencio del Nuevo Testamento deja intacta la norma
de deber dada por el Antiguo Testamento acerca de esta cuestión.
Por tanto, aunque no hay
declaración expresa acerca de esta cuestión, por cuanto ninguna era precisa,
vemos la legitimidad de la guerra aceptada en silencio. Cuando los soldados
preguntaron a Juan el Bautista acerca de qué debían hacer para prepararse para
el reino de Dios, él no les dijo que debían abandonar la profesión de las
armas. El centurión, cuya fe alabó tanto nuestro Señor (Mt 8:5-13), no fue
censurado por ser soldado.
Igualmente el centurión, un
hombre devoto, a quien Dios ordenó en una visión que enviara a buscar a Pedro,
y sobre quien, según el relato del capítulo diez de Hechos, vino el Espíritu
Santo, así como sobre sus compañeros, pudo continuar hasta en el ejército de un
emperador pagano. Si los magistrados, como leemos en el capítulo trece de
Romanos, están armados con el poder de vida y muerte sobre sus propios
ciudadanos, tienen desde luego derecho a declarar guerra en autodefensa.
En los primeros tiempos de
la Iglesia hubo una gran falta de inclinación para dedicarse al servicio
militar, y los padres, en ocasiones, justificaron esta indisposición poniendo
en duda la legitimidad de las guerras. Pero la verdadera razón de esta
oposición por parte de los cristianos a entrar en el ejército era que por ello
se daban al servido de un poder que perseguía la religión de ellos; y que los
usos idolátricos estaban inseparablemente conectados con los deberes militares.
Cuando el imperio romano se
volvió cristiano, y la cruz tomó el puesto del águila en los estandartes del
ejército, la oposición se desvaneció, hasta que al final oímos de prelados
guerreros, y de órdenes monásticas militares. Ninguna Iglesia Cristiana
histórica ha denunciado toda guerra como ilegítima.
La Confesión de Augsburgo
dice de manera expresa que es propio para los cristianos actuar como
magistrados, y entre otras cosas «Jure bellare, militare», etc. Y los
Presbiterianos, especialmente, han mostrado que no va en contra de sus
conciencias luchar hasta la muerte por sus derechos y libertades. El suicidio. Es concebible que
personas que no creen en Dios o en un estado futuro de la existencia piensen
que es permisible buscar en la aniquilación el refugio a las miserias de esta
vida.
Pero es inexplicable,
excepto suponiendo una insania temporal o permanente, que nadie se precipite
sin ser llamado a las retribuciones de la eternidad. Por ello, el suicidio es
más frecuente entre los que han perdido toda fe en la religión.27 Es un crimen
sumamente complicado. Nuestra vida no es nuestra. No tenemos más derecho a
destruir nuestra vida que el que tenemos a destruir la de nuestro prójimo. Por
ello, el suicidio es auto asesinato. Es el abandono del puesto que Dios nos ha
asignado.
Es un rechazo deliberado de
someternos a Su voluntad. Es un crimen que no admite arrepentimiento, y que
consiguientemente involucra la pérdida del alma. Duelos. Los duelos son otra violación del sexto mandamiento. Sus
defensores lo apoyan en base de los mismos principios sobre los que se defiende
la guerra internacional.
Por cuanto las naciones
independientes no tienen un tribunal común ante el que comparecer para que se
enderecen los entuertos, tienen justificación, en base del principio de la
autodefensa, de apelar a las armas para proteger sus derechos. De manera
semejante, dicen ellos, hay ofensas para las que la ley nacional no ofrece
reparación, y por ello se debe permitir a la persona individual que se busque
su reparación. Pero:
(1) No hay mal que la ley no
pueda o debiera reparar.
(2) La reparación buscada en el duelo es injustificable. Nadie tiene
derecho a matar a otro por un menosprecio o un insulto. Arrebatar la vida a
alguien por unas palabras irreflexivas, o incluso por un serio insulto, es
asesinato a los ojos de Dios, que ha ordenado la pena de muerte como castigo
sólo por los crímenes más atroces.
(3) El remedio es absurdo, porque con la mayor frecuencia es la parte
agraviada la que pierde la vida.
(4) Los duelos son causa del mayor sufrimiento para partes inocentes,
que nadie tiene derecho a infligir para gratificar su orgullo o resentimiento.
(5) El sobreviviente en un duelo fatal se hunde, a no ser que su
corazón y conciencia estén cauterizados, en una vida de desgracia.
EL SÉPTIMO MANDAMIENTO.
Este mandamiento, como
aprendemos de la exposición que hace del mismo nuestro Señor, dado en Su sermón
del monte, prohíbe toda impureza de pensamiento, de palabra y de conducta. Como
la organización social de la sociedad está basada en la distinción de los
sexos, y como el bienestar del estado y la pureza y prosperidad de la Iglesia
descansa en la santidad de la relación familiar, es de la máxima importancia
que la relación normal de los sexos, divinamente constituida, sea preservada en
su integridad.
El celibato. Entre las importantes cuestiones a considerar bajo el
encabezamiento de este mandamiento, la primera es ver si la Biblia enseña que
haya alguna especial virtud en una vida de celibato.
SE TRATA
VERDADERAMENTE DE LA CUESTIÓN DE SI HUBO ALGÚN ERROR EN LA CREACIÓN DEL HOMBRE.
1. El mismo hecho de que Dios creara al hombre varón y hembra,
declarando que no era bueno que estuvieran solos, y que constituyera el
matrimonio en el paraíso, debería ser decisivo para esta cuestión. La doctrina
que degrada al matrimonio haciendo de él un estado menos santo, tiene su
fundamento en el Maniqueísmo o Gnosticismo.
Supone que el mal está esencialmente conectado con la materia; que
el pecado tiene su asiento y fuente en el cuerpo; que la santidad es alcanzable
sólo por medio del ascetismo y «el descuido del cuerpo»; que debido a que la
«vita angélica» es una forma de vida superior a la humana aquí en la tierra,
por tanto el matrimonio es una degradación. Por tanto, la doctrina de la
Iglesia de Roma acerca de esta cuestión es totalmente anticristiana. Descansa
sobre principios derivados de la filosofía de los paganos. Presupone que Dios
no es el autor de la materia; y que Él no hizo al hombre puro, cuando le
invistió de cuerpo.
2. A lo largo del Antiguo Testamento el matrimonio es expuesto como
el estado normal del hombre. El mandato dado a nuestros primeros padres antes
de la caída fue: «Fructificad y multiplicaos; llenad la tierra.» Sin el
matrimonio no se hubiera podido llevar a cabo el propósito de Dios acerca de nuestro
mundo; por ello, es contradictorio con las Escrituras suponer que el matrimonio
sea menos santo, o menos aceptable a Dios que el celibato.
Ser soltero era considerado en la antigua dispensación como una
calamidad y una desgracia (Jue 11:37; Sal 78:63; Is 4:1; 13:12). El más elevado
destino terrenal para una mujer, según las Escrituras del Antiguo Testamento,
que son la Palabra de Dios, no era ser monja, sino señora de la familia, y
madre de hijos (Gn 30:1; Sal 113:9; 127:3; 128:3,4; Pr 18:22; 31:10,28).
3. La misma alta estimación del matrimonio caracteriza las
enseñanzas del Nuevo Testamento.
El matrimonio es declarado «honroso en todos» (He 13:4). Pablo
dice: «Cada uno tenga su propia mujer, y cada una su propio marido» (1 Co 7:2).
En 1 Timoteo 5:14 dice: «Quiero, pues, que las viudas jóvenes se casen». En 1
Timoteo 4:3 se incluye la prohibición de casarse entre las doctrinas de
demonios. Así como la verdad viene del Espíritu Santo, así las falsas
doctrinas, según la perspectiva del Apóstol, provienen de Satanás y de sus
agentes, los demonios; estos son los «espíritus seductores» de que se habla en
el mismo versículo.
Más de una vez nuestro Señor (Mt 19:5; Mr 10:7) cita y ordena la
ley original dada en Génesis 2:24, de que el hombre «dejará a su padre y a su
madre, y se unirá a su mujer, y se harán una sola carne.» Este mismo pasaje es
citado por el Apóstol como conteniendo una gran verdad simbólica (Ef 5:31). Así
se enseña que la relación matrimonial es la más íntima y sagrada que pueda
existir en la tierra, a la que se deben sacrificar todas las otras relaciones
humanas.
Por ello encontramos que desde el principio, con raras
excepciones, los patriarcas, profetas, apóstoles, confesores y mártires han
sido hombres casados. Si el matrimonio no fue una degradación para ellos,
ciertamente no debiera serlo para los monjes y sacerdotes. La prueba más fuerte
de la santidad de la relación matrimonial a los ojos de Dios se encuentra en el
hecho de que tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento es hecho el
símbolo de la relación entre Dios y Su pueblo.
«Tu Hacedor es tu marido» son las palabras de Dios, y contienen un
mundo de verdad, de gracia y de amor. El apartamiento del pueblo de Dios es
ilustrado con una referencia a una mujer abandonando a su marido; mientras que
la paciencia, ternura y amor de Dios son comparados a los de un fiel marido
para con su mujer. «Como el gozo del esposo con la esposa, así se gozará
contigo tu Dios» (Is 62:5). En el Nuevo Testamento, esta referencia a la
relación matrimonial para ilustrar la unión entre Cristo y la Iglesia es
frecuente e instructiva.
La Iglesia es llamada «la Esposa del Cordero» (Ap 21:9). Y la
consumación de la obra de la salvación es presentada como el matrimonio, o cena
de bodas del Cordero (Ap 19:7,9). En Efesios 5:22-23, la unión entre maridos y
mujeres y las deberes resultantes de ella se exponen como tan análogos a la
unión entre Cristo y Su Iglesia, que en algunos casos es difícil determinar a
qué unión se debe aplicar el lenguaje del Apóstol.
Es asombroso, a la vista de todos estos hechos, que el matrimonio
haya sido tan extensa y persistentemente considerado como algo degradante, y el
celibato o virginidad perpetua como una virtud especial y peculiar. No existe
ninguna evidencia más notable de la influencia de una falsa filosofía para
pervertir las mentes incluso de los hombres buenos en toda la historia de la
Iglesia. Ni los Reformadores escaparon plenamente a su influencia.
A menudo hablan del matrimonio como el menor de dos males; no como
un bien en sí mismo, ni como el estado normal y apropiado en el que hombres y
mujeres debieran vivir, tal como está designado por Dios en la misma
constitución de sus naturalezas, y como el mejor adaptado para el ejercicio y
desarrollo de todas las virtudes sociales y cristianas.
4. La enseñanza de la Escritura en cuanto a la santidad del
matrimonio queda confirmada por la experiencia del mundo. Es sólo en el estado
matrimonial que son llamados a ejercitarse algunos de los más puros, más
desinteresados y más elevados principios de nuestra naturaleza. Todo lo que
respecta a la piedad filial, y al afecto paterno y especialmente materno,
depende del matrimonio para su misma existencia.
Pero es en la influencia
purificadora y refrenadora de estos afectos de los que depende mayormente el bienestar
de la sociedad humana. Es en el seno de la familia que se da la ocasión
constante para actos de amabilidad, de abnegación, de paciencia y de amor.
Así, la familia es la esfera mejor adaptada para el desarrollo de
todas las virtudes sociales, y se puede decir con certidumbre que se encuentra
muchísima más excelencia moral y verdadera religión en los hogares cristianos
que en los desolados hogares de sacerdotes, o que en las tenebrosas celdas de
monjes y de monjas. Un hombre con sus hijos o nietos sobre sus rodillas es más
respetable que cualquier macilento anacoreta en una cueva.
5. Nuestro Señor enseña que por los frutos es conocido el árbol. No
ha habido una fuente más prolífica de males para la Iglesia que el concepto
anti bíblico de una especial virtud en la virginidad y del obligado celibato,
del clero y de los votos monásticos, a los que ha dado origen este concepto.
Esta es la enseñanza de la
historia. Acerca de esta cuestión son decisivos y abrumadores los testimonios
de Romanistas y Protestantes. Los Protestantes, mientras que proclaman la
santidad del matrimonio y niegan la superior virtud del celibato, no niegan que
haya ocasiones y circunstancias en los que el celibato sea una virtud: esto es,
que un hombre pueda hacer un acto de virtud al resolver no casarse nunca.
La Iglesia tiene a menudo
actividades que llevar a cabo para las que los hombres solteros son los únicos
agentes apropiados. En otras palabras, los cuidados de una familia harían
inapropiado a un hombre para llevar a cabo la tarea asignada. Esto, sin
embargo, no supone que el celibato sea una virtud en sí mismo.
Hay ocasiones en que
casarse es inconveniente. Nuestro Señor, al predecir la destrucción de
Jerusalén, dijo: «¡Ay de las que en aquellos días estén encintas, y de las que
estén criando!» Es parte de la prudencia escapar a tales ayes. Cuando los
cristianos no tenían seguridad de sus vidas ni de sus hogares; cuando podían
ser arrebatados de sus familias, o verse privados de todos los medios para
proveer a sus necesidades, les era mejor no casarse. Es refiriéndose a tales
ocasiones y circunstancias que fueron dichas estas palabras de Cristo, en el
capítulo diecinueve de Mateo, y que fue dado el consejo del Apóstol en el
capítulo siete de Primera a los Corintios. ..
La doctrina que enseña
Pablo es perfectamente coincidente con las enseñanzas de nuestro Señor. Él
reconoce el matrimonio como una institución divina; como bueno en si mismo;
como el estado normal y apropiado en el que deberían vivir hombres y mujeres;
pero por cuanto va acompañado de muchas congojas y distracciones, en tiempos
turbulentos era conveniente permanecer solteros. Éste es el sentido de la
enseñanza de Pablo en Primera a los Corintios 7.
Ninguno de los escritores
sagrados, ni en el Antiguo ni en el Nuevo Testamento, exalta y glorifica el
matrimonio como lo hace este Apóstol en su Epístola a los Efesios. Por ello, no
es él quien, conducido como era en todas sus enseñanzas por el Espíritu de
Dios, vaya a devaluar o a despreciarlo como sólo el menor de dos males. Es un
bien positivo: la unión de dos personas humanas para suplementar y complementar
la una a la otra de una forma que es necesaria para la perfección o pleno
desarrollo de ambas. La esposa es para su mando lo que la Iglesia es para
Cristo. No se puede decir nada más excelso que esto.
Historia.
Nadie puede leer las Epístolas de Pablo, especialmente a los Efesios y
Colosenses, sin ver una clara indicación de la prevalencia, incluso en las
iglesias apostólicas, de los principios de aquella filosofía que mantenía que
la materia era contaminante; y que inculcaba el ascetismo como el medio más
eficaz de purificar el alma. Esta doctrina ya ha había sido adoptada y puesta
en práctica entre los judíos por los Esenios.
Más hacia el Oriente, y
bajo una forma algo diferente, había prevalecido durante siglos antes de la era
cristiana, y sigue manteniendo su puesto. Según la filosofía brahmánica, la
individualidad del hombre depende del cuerpo. Así, la total emancipación del
cuerpo logra la refundición del finito en el infinito. El agua se pierde en el
océano, y éste es el más sublime y final destino del hombre.
Por ello, no se debe uno
asombrar que los primeros padres cayeran más o menos bajo la influencia de
estos principios, o de que el ascetismo ganara tan rápidamente y mantuviera su
influencia en la Iglesia. La devaluación de la divina institución del
matrimonio y la exaltación de la virginidad al primer puesto entre las virtudes
cristianas fueron la consecuencia natural y necesaria de este espíritu.
Ignacio llama a las
vírgenes voluntarias «das joyas de Cristo». Justino Mártir deseaba que el
celibato prevaleciera «do máximo posible». Taciano consideraba el matrimonio
como inconsistente con el culto espiritual. Orígenes «se incapacitó en su
juventud», y consideraba el matrimonio una contaminación. Hieracas hizo «de la
virginidad condición de salvación». Tertuliano denunció los segundos
matrimonios como criminales, y expuso el celibato como el ideal de la vida
cristiana, no sólo para el clero, sino también para los laicos. El segundo
matrimonio fue prohibido por lo que concernía al clero, y pronto en el caso de
estos vino la total prohibición del matrimonio.
Las Constituciones
Apostólicas prohibieron que los sacerdotes contrajeran matrimonio tras su
consagración. El Concilio de Ancira, el 314 d.C., permitió a los diáconos
casarse, con la condición que demandaran este privilegio antes de ser
ordenados. El Concilio de Elvira del 305 d.C. prohíbe la continuación de la
relación matrimonial (según la interpretación comúo de sus cánones) a los
obispos, presbíteros y diáconos, bajo pena de deposición. Jerónimo era fanático
en sus denuncias contra el matrimonio, e incluso Agustín fue arrastrado por el
espíritu de la edad.
Como respuesta a la
objeción de que si los hombres actuaran en base de su principio la tierra
quedaría despoblada, respondió: Tanto mejor, porque en este caso Cristo
volvería antes. Siricio, Obispo de Roma en el 385 d.C., decidió que el
matrimonio era inconsistente con el oficio del clero, y fue seguido en esta
postura por sus sucesores. Sin embargo se experimentó gran oposición para
imponer el celibato, y se precisó de toda la energía de Gregorio VII para
ejecutar las decisiones de los concilios.
Finalmente, sin embargo, se
accedió a la regla, por lo que al clero respectaba, y recibió la sanción
autoritativa del Concilio de Trento. Aunque la doctrina de que la virginidad,
como la expresa el Catecismo Romano, «summopere commendatur», como mejor y más
perfecta y santa que el estado matrimonial, es presentada como la razón
manifiesta del celibato obligatorio del clero, está claro que las razones
Jerárquicas tuvieron mucho que ver en llevar a la Iglesia de Roma a insistir
tan enérgicamente que su clero fuera célibe.
Esto lo reconoce Gregorio
VII cuando dice: «Non liberari potest ecclesia a servitute laicorum, nisi
liberentur clerici ab uxoribus.» Y Melanchton se sintió autorizado a decir, con
referencia al celibato del clero de la Iglesia de Roma: «Una est vera et sola
causa tuendi cælibatus, ut opes commodius administrentur et splendor ordmes
retineatur.»
Por cuanto la Reforma fue
un retorno a las Escrituras como única norma infalible de fe y de práctica, y
por cuanto en las Escrituras el matrimonio es exaltado como un estado santo, y
por cuanto no se asigna preeminencia alguna en excelencia al celibato o a la
virginidad; y por cuanto los Reformadores negaron la autoridad de la Iglesia
para promulgar leyes para ligar la conciencia o para limitar la libertad con la
que Cristo ha hecho libre a su pueblo, los Protestantes se pronunciaron
unánimes en contra de la obligación de los votos monásticos y del celibato del
clero.
La Iglesia griega se
petrificó en una era temprana. Asumió la forma que sigue reteniendo, antes que
la doctrina de la especial santidad del celibato adquiriera influencia. Por
ello se mantiene según las decisiones del concilio de Calcedonia, del 451 d.C.,
Y de Trullo, del 692 d.C., que permitieron el matrimonio a los sacerdotes y
diáconos. Los griegos en comunión con la Iglesia de Roma gozan de la misma
libertad En la Iglesia Rusa se exige que los sacerdotes sean hombres casados;
pero les están prohibidos las segundas nupcias.
Los obispos son escogidos
de entre los monjes, Y tienen que ser célibes. El matrimonio institución divina.
EL MATRIMONIO ES UNA INSTITUCIÓN DIVINA:
(1) Porque, está basada en la naturaleza del hombre como está
constituida por Dios. El hizo al hombre varón y hembra, y ordenó el matrimonio
como la condición indispensable para la continuidad de la raza.
(2) El matrimonio fue instituido antes de la existencia de la
sociedad civil, y por ello no puede ser en su naturaleza esencial una
institución civil. Por cuanto Adán y Eva fueron casados no en base de ninguna
ley civil, ni por intervención de ningún magistrado civil, igualmente un hombre
y una mujer que se encontraran en una isla desierta podrían legítimamente
tomarse uno al otro como marido y mujer. Es una degradación de la institución
hacer de ella un mero contrato civil.
(3) Dios mandó a los hombres que se casaran cuando les mandó que
fructificaran y que se multiplicaran y llenaran la tierra.
(4) Dios, en Su Palabra, ha prescrito los deberes que pertenecen a la
relación matrimonial; ha dado a conocer Su voluntad en cuanto a las partes que
pueden contraer matrimonio legítimamente; ha determinado la continuidad de
dicha relación; y las únicas causas que justifican su disolución. Estas
cuestiones no están sujetas a la voluntad de las partes, ni a la autoridad del
Estado.
(5) El voto de mutua fidelidad tomado por marido y mujer no es hecho
exclusivamente por el uno al otro, sino por cada uno de ellos a Dios. Es un
pacto voluntario, mutuo, entre marido y mujer. Se prometen mutua fidelidad;
pero no obstante actúan en obediencia a Dios, y le prometen a Él vivir juntos
como marido y mujer, según Su palabra.
Cualquier violación del
pacto es por tanto una violación de un voto hecho a Dios. Por cuanto la esencia
del contrato matrimonial es el pacto mutuo de las partes delante de Dios y en
presencia de testigos, no es absolutamente necesario que sea celebrado por un ministro
religioso, y ni siquiera por un magistrado civil. Puede ser legítimamente
solemnizado, como entre los Cuáqueros, sin la intervención de ninguno de ellos.
No obstante, como es de la
mayor importancia que se mantenga a la vista la naturaleza religiosa de la
institución, los cristianos deben, por lo que a ellos mismos atañe, insistir en
que sea solemnizado como un servicio religioso. El matrimonio como institución civil. Como el hecho de que un
hombre sea siervo de Dios, y ligado a hacer de Su palabra la norma de su fe y
práctica, no es inconsecuente con que sea siervo del estado, y ligado a
obedecer sus leyes, tampoco es inconsecuente con el hecho de que el matrimonio
es una ordenanza de Dios que sea, en otro aspecto, una institución civil. Está
tan implicado en las relaciones sociales y civiles de los hombres que
necesariamente pasa a la atención del estado.
ES, POR TANTO, UNA INSTITUCIÓN CIVIL.
(1) Hasta allá donde es reconocido, y debe serlo, y mantenido por el
estado.
(2) Impone obligaciones civiles que el estado tiene derecho a
mantener en vigor. Por ejemplo, el marido está obligado a sustentar a su mujer,
y está obligado por la ley civil a cumplir con este deber.
(3) El matrimonio involucra asimismo, por ambos lados, derecho a la
propiedad; y el derecho de los hijos nacidos del matrimonio a la propiedad de
sus padres. Todas estas cuestiones acerca de la propiedad recaen legítimamente
bajo el control de la ley civil. En muchos países, no sólo la propiedad está
implicada en la cuestión del matrimonio, sino también el rango, los títulos y
las prerrogativas-políticas..
(4) Así, le corresponde al estado, como guardián de estos derechos,
decidió qué matrimonios son legítimos y cuáles ilegítimos; cómo el contrato
debe ser solemnizado y autenticado.
Todas estas leyes deben ser
obedecidas por los cristianos, hasta allá donde la obediencia es consistente
con una buena conciencia. El poder legítimo del estado en todas estas
cuestiones esta limitado por la voluntad revelada de Dios. No puede constituir
nada como Impedimento al matrimonio que las Escrituras no declaren como tal. No
puede hacer de nada la razón para la disolución del contrato matrimonial que la
biblia no constituya en razón válida para el divorcio. Y el estado no puede
aplicar otras penas que las civiles a la violación de sus leyes acerca del
matrimonio.
Esto sólo quiere decir que
un gobierno cristiano debe respetar las condiciones de conciencia de su gente.
Es una violación de los principios de la libertad civil y religiosa que el
estado haga su voluntad equivalente a la voluntad de Dios. La monogamia. El matrimonio es un
pacto entre un hombre y una mujer para vivir juntos, como marido y mujer, hasta
que sean-separados por la muerte.
Según esta definición,
primero, la relación matrimonial puede subsistir sólo entre un marido y una
mujer; segundo, esta unión es permanente, esto es, sólo puede ser disuelta por
la muerte de una de las partes o ambas, excepto por razones especificadas en la
palabra de Dios; y tercero, la muerte de una de las partes disuelve la unión,
de manera que es legítimo para la parte sobreviviente volverse a casar.
En cuanto al primero de
estos puntos, o que la doctrina Escrituraria del matrimonio, está opuesta a la poligamia
y la condena, se debe observar:
1. Que ésta ha sido la doctrina de la Iglesia Cristiana en todas las
edades y en cada parte del mundo. Es moralmente cierto que toda la Iglesia no
puede haber errado, en una cuestión como esta, acerca de la voluntad de su
divina Cabeza y Dueño.
2. El matrimonio, tal como fue constituido originalmente Y ordenado
por Dios, fue entre un hombre y una mujer. Y el lenguaje que Adán empleó cuando
recibió a Eva de manos del Hacedor de ella demuestra que ésta era la naturaleza
esencial de la relación: «Dijo entonces Adán: Esto es ahora hueso de mis huesos
y carne de mi carne. Por tanto, dejará el hombre a su padre y a su madre, y se
unirá a su mujer, y se harán una sola carne» (Gn 2:23, 24). O, como nuestro
Señor cita y expone el pasaje: «Y los dos vendrán a ser una sola carne, hasta
el punto de que ya no son dos, sino una sola carne» (Mr 10:8). «Los dos», y no
más que dos, vienen a ser uno.
No sólo fue este el lenguaje del Adán no caído en el Paraíso, sino
el lenguaje de Dios expresado a través de los labios de Adán, como se ve no
sólo por las circunstancias del caso, sino también por el hecho de que nuestro
Señor les atribuye autoridad divina, como evidentemente lo hace en el pasaje
acabado de citar. Así, la ley del matrimonio tal como fue instituido
originalmente por Dios, exigía que la unión fuera entre un hombre y una mujer.
Esta ley podía ser sólo cambiada por la autoridad por la que fue
originalmente promulgada. Delitzsch comenta acerca de este pasaje: En estas
palabras no sólo se exhibe como la esencia del matrimonio la más profunda unión
espiritual, sino una unión comprendiendo toda la naturaleza del hombre, una
comunión totalmente inclusiva; y la monogamia es expuesta como su forma natural
y divinamente señalada.»
3. Aunque esta ley original fue parcialmente descuidada en tiempos
posteriores, nunca fue abrogada.
La poligamia y el divorcio
fueron en cierta medida tolerados bajo la ley Mosaica, pero en todas las eras
entre los hebreos la norma fue la monogamia, y la poligamia la excepción, como
entre las otras naciones civilizadas de la antigüedad. La poligamia aparece
primero entre los descendientes de Caín (Gn 4: 19). Noé y sus hijos tuvieron
sólo una mujer cada uno. Abraham tenía una mujer solamente, hasta que la
impaciencia de Sara por tener hijos le llevó a tomar a Agar como concubina. La
misma norma matrimonial fue observada por las profetas como clase. La poligamia
se limitaba en gran medida a los reyes y a los príncipes.
También se hacía una
honrosa distinción entre la esposa y la concubina. La primera mantenía su
preeminencia corno cabeza de la familia. Numerosos pasajes del Antiguo
Testamento demuestran que la monogamia era considerada como la norma
matrimonial, de la que la pluralidad de mujeres era una desviación. A través de
Proverbios, por ejemplo, tenemos la bendición de una buena esposa, no de
esposas, que es continuamente mencionada (pr 12:4; 19:14; 31:10 y ss.).
Los libros apócrifos
contienen clara evidencia de que después del exilio la monogamia era casi
universal entre los judíos; y de pasajes como Lc 1 :5; Hch 5: 1 y muchos otros
se puede inferir que lo mismo era cierto en la época del advenimiento de
Cristo. Con respecto a la tolerancia de la poligamia bajo la ley de Moisés, se
tiene que recordar que el séptimo mandamiento pertenece a la misma categoría
que el sexto y el octavo. Estas leyes no están basadas en la naturaleza
esencial de Dios, y por ello no son inmutables.
Están basadas en las
relaciones permanentes entre los hombres en su actual estado de existencia. De
esto sigue:
(1) Que son vinculantes para los hombres sólo en su actual estado.
Las leyes de la propiedad y del matrimonio no pueden ser de aplicación, hasta
donde sepamos, al mundo futuro, donde los hombres serán como ángeles, ni
casándose ni dándose en casamiento.
(2) Al estar estas leyes basadas en las relaciones permanentes y
naturales de los hombres, no pueden ser echadas a un lado por la autoridad humana,
porque estas relaciones no están sujetas a la voluntad ni a la ordenanza de los
hombres.
(3) Sin embargo, pueden ser dejadas de lado por Dios. El mandó a los
israelitas que despojaran a los egipcios y que desposeyeran a los cananeos,
pero esto no demuestra que una nación pueda, por su propia iniciativa,
apoderarse de la herencia de otro pueblo. Por ello, si Dios, concedió en
cualquier momento y a cualquier pueblo permiso para practicar la poligamia,
entonces la poligamia era legítima hasta tanto durara el permiso y para
aquellos a quien fuera dado, e ilegítima para todos los otros tiempos y para
todas las otras personas.
Este principio queda claramente reconocido en lo que nuestro Señor
enseña acerca del divorcio. A las judíos les era permitido, bajo la ley de
Moisés, repudiar a sus mujeres; tan pronto como la ley fue abolida, cesó el
derecho al divorcio.
4. Sin embargo, la monogamia no descansa exclusivamente sobre la
original institución del matrimonio, ni en la corriente general de la enseñanza
del Antiguo Testamento, sino principalmente en la voluntad claramente revelada
de Cristo.
Su voluntad es la suprema ley para todos los cristianos, y de
derecho para todos los hombres. Cuando los fariseos acudieron a Él y le
preguntaron si un hombre podía legítimamente despedir a su mujer, él respondió:
Que el matrimonio, tal como Dios lo había instituido, era una unión indisoluble
entre un hombre y una mujer; y por tanto que aquello que Dios había unido nadie
podía separarlo. Esta es la doctrina claramente enseñada en Mateo 19:4-9;
Marcos 10:4-9; Lucas 16:18; Mateo 5:32.
En estos pasajes nuestro Señor declara de manera expresa que si un
hombre se casa mientras su primera mujer vive, comete adulterio. La excepción
que el mismo Cristo hace a esta norma será considerada bajo el encabezamiento
del divorcio. El Apóstol enseña la misma doctrina en Romanos 7:2, 3: «Porque la
mujer casada está sujeta por la ley al marido mientras éste vive; pero si el
marido muere, ella queda libre de la ley del mando. Así que, si en Vida del
marido se une a otro varón, será llamada adúltera; pero si su marido muere, es
libre de esta ley, de tal manera que si se une a otro marido, no será
adúltera.»
La doctrina de este pasaje es que el matrimonio es un pacto entre
un hombre y una mujer que sólo puede quedar disuelto por la muerte de una de
las partes. Así, en 1 Corintios 7:2, donde se dice que «cada uno tenga su
propia mujer, y cada una tenga su propio marido», se da por supuesto que en la
Iglesia Cristiana la pluralidad de mujeres es tan impensable como la pluralidad
de maridos. Este supuesto corre a través de todo el Nuevo Testamento. No sólo
no leemos nunca de un cristiano con dos o más mujeres, sino que siempre que se
habla del deber de la relación conyugal, es siempre del marido a su mujer, y de
la mujer a su marido.
5. Esta ley Escrituraria queda confirmada por la ley providencial
que asegura la igualdad numérica de los sexos. Si la poligamia hubiera sido
acorde al propósito divino, deberíamos naturalmente esperar que nacieran más
mujeres que varones. Pero lo opuesto es lo que sucede. Nacen más varones que
mujeres. Pero el exceso es sólo suficiente para proveer al mayor peligro al que
están expuestos los varones.
La ley de la providencia es la igualdad numérica de los sexos; y ésta
es una clara indicación de la voluntad de Dios de que cada hombre debiera tener
su propia mujer, y que cada mujer debiera tener su propio marido. Siendo ésta
la voluntad de Dios, revelada tanto en Su palabra y en Su providencia, todo lo
que tienda a contrarrestarla tiene que ser de naturaleza perversa y con malas
consecuencias.
La doctrina que despreció el matrimonio y que hizo una virtud del
celibato inundó a la Iglesia de corrupción. Y todo aquello en nuestra moderna
civilización que hace difícil el matrimonio, y por tanto infrecuente, debe ser
lamentado, y si es posible eliminado. Que cada hombre debiera tener su mujer, y
cada mujer su propio marido, es el preventivo divinamente señalado para el mal
social de la prostitución con todos sus inenarrables horrores. Toda otra
prevención humana no sirve de nada.
En lugar de dejar que prosiga el actual estado de cosas, seria
mejor volver a los antiguos usos patriarcales, y dejar que los padres dieran a
sus hijos e hijas en matrimonio tan pronto como llegaran a la edad apropiada,
en los mejores términos que pudieran.
6. Por cuanto todas las leyes permanentemente obligatorias de Dios
se basan en la naturaleza de Sus criaturas, sigue de ello que si Él ha ordenado
que el matrimonio sea la unión de un hombre y de una mujer, tiene que haber una
razón para ello en la misma constitución del hombre y en la naturaleza de la
relación conyugal. Esta relación tiene que ser de tal tipo que no puede
subsistir entre uno y muchas; entre un hombre y más de una mujer. Ello queda
claro por la naturaleza del amor involucrado; y, segundo, por la naturaleza de
la unión constituida. Primero, el amor conyugal es peculiar y exclusivo. Sólo
puede tener un objeto.
El hecho de que los hombres
y las mujeres que hacen una profesión del asesinato de niños, nacidos o no, se
enriquezcan como se enriquecen, es suficiente para levantar a cualquier
comunidad de su falso sentimiento de seguridad.
Así como el amor de una
madre por un hijo es peculiar, y no puede tener otro objeto que su propio hijo,
así el amor de un marido no puede tener otro objeto que su esposa, y el amor de
una esposa no puede tener otro objeto que su marido. Es un amor no sólo de
complacencia y de deleite, sino también de posesión, de propiedad, y de
propiedad legitima. Es por esto que tanto en el hombre como en la mujer los
celos son la más fiera de todas las pasiones humanas. Involucra un sentimiento
de insulto; de la violación de los más sagrados derechos; más sagrados aún que
los derechos a la propiedad o a la vida. Por tanto, el amor conyugal no puede
existir excepto entre un hombre y una mujer. La monogamia tiene su fundamento
en la misma constitución de nuestra naturaleza.
La poligamia es innatural,
y necesariamente destructiva de la relación normal, divinamente constituida
entre marido y mujer. Segundo, en otro aspecto, la unión involucrada en el
matrimonio no puede existir excepto entre un hombre y una mujer. No se trata
meramente de una unión de sentimientos y de intereses. Es una unión tal que
produce, en cierto sentido, una identidad. Los dos devienen uno. Ésta es la
declaración de nuestro Señor. Marido y mujer son uno, en un sentido que
justificó al Apóstol a decir, como dice en Efesios 5:30, que la mujer es hueso
de los huesos de su marido, y carne de su carne.
Hay, en un sentido cierto,
una comunidad de vida entre marido y mujer. Solemos decir, y con verdad, que la
vida de los padres es comunicada a los hijos. Cada nación y cada familia
histórica tienen una forma de vida que las distingue. Y, por ello, la vida de
un padre y la vida de su hijo son la misma en que la sangre (esto es, la vida)
del padre fluye en las venas de sus hijos; así, en un sentido análogo, la vida
del marido y de la mujer son una. Tienen una vida común, y esta vida común es
transmitida a su descendencia.
Ésta es la doctrina de la
Iglesia primitiva. Las Constituciones Apostólicas dicen:34 hë gunë koinõnos esti biou, henoumenë eis
hen söma ek duo para theou. La analogía que el Apóstol delinea en
Efesios 5:22-33, entre la relación conyugal y la unión entre Cristo y su
Iglesia, expone la doctrina Escritural del matrimonio mucho más claramente que
quizá cualquier otro pasaje de la Biblia.
De ninguna analogía se
espera que corresponda en todos los respectos, y ninguna ilustración tomada de
relaciones terrenales puede dar toda la riqueza de las cosas de Dios. Así, la
relación entre marido y mujer es sólo una sombra de la relación de Cristo con
Su Iglesia.
CON TODO, HAY UNA ANALOGÍA ENTRE AMBAS COSAS:
(1) Por cuanto el Apóstol enseña que el amor de Cristo para con Su
Iglesia es peculiar y exclusivo. Es tal como el que no tienen por ninguna otra
clase o cuerpo de criaturas racionales en el universo. Así el amor del marido
por su mujer es peculiar y exclusivo. Es tal como el que no tiene por otro
objeto; un amor en el que nadie más puede participar.
(2) El amor de Cristo por Su Iglesia es abnegado. Él se dio a Sí
mismo por ella. Compró la Iglesia con Su sangre. Así el marido debiera, y
cuando es fiel lo hace, sacrificarse en todo por su mujer.
(3) Cristo y su Iglesia son uno; uno en el sentido de que la Ig1esia
es Su cuerpo. Así el marido y la mujer son uno en tal sentido de que un hombre,
al amar a su mujer, a sí mismo se ama.
(4) La vida de Cristo es comunicada a la Iglesia. Así como la vida de
la cabeza es comunicada a los miembros del cuerpo humano, y la vida de la vid a
los pámpanos, así hay, en un sentido misterioso, una comunidad de vida entre
Cristo y Su Iglesia.
De manera semejante, y en
un sentido no menos misterioso, hay una comunidad de vida entre marido y mujer.
De todo esto sigue que así como seria totalmente incongruente e imposible que
Cristo tuviera dos cuerpos, dos esposas, dos iglesias, así no es menos
incongruente e imposible que un hombre tenga dos mujeres. Esto es, la relación
conyugal, tal como es expuesta en la Escritura, no puede subsistir en absoluto
excepto entre un hombre y una mujer.
CONCLUSIONES.
1. Si ésta es la verdadera doctrina del matrimonio, sigue, como se
acaba de decir, que la poligamia destruye su misma naturaleza. Se basa en una
perspectiva errónea de la naturaleza de la mujer. La sitúa en una posición
falsa y degradante; la destrona y desposee; y es productora de numerosos males.
2. Sigue de ello que la relación matrimonial es permanente e
indisoluble. Un miembro puede ser violentamente desgajado del cuerpo, y perder
toda conexión vital con el mismo; y marido y mujer pueden ser así violentamente
separados, y quedar anulada su relación conyugal, pero en ambos casos la
conexión normal es permanente.
3. Sigue de esto que el estado no puede constituir ni disolver la
relación matrimonial. No puede liberar a un marido o mujer «a vinculo
matrimonio» que liberar a un padre «a vinculo paternitatis».
Puede proteger a un hijo de la injusticia o crueldad de su padre,
e incluso por causa debida quitarlo de todo control paterno, y puede legislar
acerca de sus propiedades, pero el vínculo natural entre padres e hijos está
fuera de su control. Igualmente el estado puede legislar acerca del matrimonio,
y determinar sus accidentes y consecuencias legales; puede decidir quiénes
serán considerado como marido y mujer delante de la ley, y cuando, y bajo qué
circunstancias, dejarán de aplicarse los derechos legales o civiles surgiendo
de la relación.
Y puede proteger la persona y los derechos de la mujer, y, si
fuere necesario, quitaría del control de su marido, pero el vínculo conyugal no
puede disolverlo. Todos los decretos de divorcio «a vinculo matrimonio» emitidos
por autoridades civiles o eclesiásticas son perfectamente inoperantes, por la
que respecta a la conciencia, a no ser que anteriormente a tales decretos, y
por la ley de Dios, haya dejado de existir la relación matrimonial.
4. Sigue de la doctrina Escrituraria del matrimonio que son malos
todas las leyes que tienden a hacer dos de aquellos a los que Dios pronuncia
como uno; leyes, por ejemplo, como la que da a la mujer derecho a negociar,
contraer deudas y entablar pleitos o sufrirlos, en su propio nombre. Esta es
tratar de corregir una clase de males a riesgo de caer en otras cien veces
peores. La Palabra de Dios es la única guía segura para la acción legislativa
así como de la conducta individual.
5. Apenas será necesario observar que de la naturaleza del
matrimonio sigue que después del asesinato, el adulterio es el mayor de todos
los crímenes sociales.
Bajo la antigua dispensación era punible con la muerte. E incluso
hoy dia es prácticamente imposible condenar por asesinato a un hombre que mata
al hombre que ha cometido adulterio con su mujer. Esta proviene de leyes
humanas que entran en conflicto con las leyes de la naturaleza y de Dios.
La ley de Dios considera al
matrimonio como identificando al hombre y a su mujer. Las leyes del estado
demasiadas veces lo contemplan como un mero contrato civil, y no le dan al
marido ofendido ninguna reparación más que un pleito por daños por la pérdida
pecuniaria que ha sufrido al estar privado de los servicios de su esposa. La
pena por adulterio, para tener alguna proporción debida con la magnitud del
crimen, debería ser severa y socialmente estigmatizante.
6. Los deberes relativos de marido y mujer que surgen de esta
relación se pueden expresar a grandes rasgos en pocas palabras. El marido debe
amar, proteger y abrigar a su esposa como a si mismo, esto es, como siendo para
él otro yo. Los deberes de la mujer quedan establecidos en la fórmula cristiana
consagrada por el tiempo: «Amar, honrar y obedecer.» El divorcio, su naturaleza y efectos.
El divorcio no es una mera
separación, sea temporal o permanente, «a mensa et thoro». No es una separación
que deje a las partes con la relación de marido y mujer, y que simplemente los
alivie del la obligación de sus deberes relativos. El divorcio anula el
«vinculum matrimonial», de modo que las partes dejan de ser marido y mujer. Que
ésta es la verdadera idea del divorcio queda claro por el hecho de que bajo la
antigua dispensación, si un hombre despedía a su mujer, ella quedaba libre para
volverse a casar (Dt 24:1,2).
Esto supone naturalmente
que la relación matrimonial con el primer marido quedó efectivamente disuelta.
Nuestro Señor enseña la misma doctrina. Los pasajes en los Evangelios que se
refieren a esta cuestión son Mateo 5:31, 32; 19:3-9; Mr 10:2-12; y Lc 16:18. El
sencillo significado de estos pasajes parece ser que el matrimonio es un pacto
permanente, que no puede ser disuelto a voluntad de cualquiera de las partes.
Por ello, si un hombre despide arbitrariamente a su mujer y se casa con otra,
comete adulterio. Si la repudia por una causa justa y se casa con otra, no
comete pecado.
Nuestro Señor hace que la
culpa de casarse después de la separación dependa de la razón de la separación.
Al decir: «que cualquiera que repudia a su mujer, salvo por causa de
fornicación, y se casa con otra, comete adulterio», está con ello diciendo que
«el pecado no es cometido si existe la causa específica de divorcio». Y esto es
decir que el divorcio, cuando está justificado, disuelve el vínculo
matrimonial.
Aunque esta parece ser tan
claramente la doctrina de la Escritura, la doctrina opuesta prevaleció
tempranamente en la Iglesia, y pronto logró el dominio. El mismo Agustín enseña
en su obra «De Conjugiis Adulterinis», y en otros lugares, que ninguna de las
partes después del divorcio podía contraer nuevo matrimonio. Sin embargo, en su
«Retractions» expresa dudas acerca de ello. Sin embargo, esto pasó a la ley
canónica, y recibió la sanción autoritativa del Concilio de Trento.
La necesaria consecuencia
de la doctrina [es] que la relación matrimonial sólo puede ser disuelta con la
muerte. La mala disposición de la Iglesia medieval y Romanista a admitir nuevo
matrimonio después de un divorcio debe atribuirse indudablemente en parte al
bajo concepto que prevalecía en la Iglesia Latina acerca del estado
matrimonial. Pero se basaba en la interpretación que se daba a ciertos pasajes
de la Escritura.
En Marcos 10:11, 12 y en
Lucas 16:18, nuestro Señor dice sin cualificaciones: «Cualquiera que repudie a
su mujer, y se case con otra, comete adulterio contra ella; y si ella se
divorcia de su marido y se casa con otro, comete adulterio.» Esto fue tomado
como la ley acerca de esta cuestión, sin consideración alguna a lo que se dice
en Mateo 5:31,32 y 19:3-9. Sin embargo, como no hay duda alguna de la
genuinidad de los pasajes en Mateo, no se pueden pasar por alto. Una expresión
de la voluntad de Cristo es tan autoritativa y tan satisfactoria como pudieran
serlo mil repeticiones.
Por ello, se debe mantener
la excepción expuesta en Mateo. La razón para su omisión en Marcos y Lucas
puede explicarse de diversas maneras. Algunos dicen que la excepción era
necesariamente entendida por su misma naturaleza, mencionada o no. O, habiendo
sido expresada dos veces, su repetición era necesaria. O quizá lo más probable,
por cuanto nuestro Señor estaba hablando con los fariseos, los cuales mantenían
que un hombre podía repudiar a su mujer cuando quisiera, era suficiente decir
que estos divorcios a los que ellos estaban acostumbrados no disolvían el
vínculo matrimonial, Y que las partes seguían siendo tan marido y mujer como
antes.
Bajo el Antiguo Testamento
estaba fuera de toda cuestión el divorcio por causa de adulterio, por cuanto el
adulterio era punible por la muerte.. Y por ello, es sólo cuando Cristo
establece la ley de Su propio reino, bajo el que iba a quedar abolida la pena
de muerte por adulterio, que fue necesario hacer alguna referencia a este
crimen. Razones para el divorcio. Como
ya se ha dicho, el matrimonio es un pacto indisoluble entre un hombre y una
mujer.
No puede ser disuelto por
ningún acto voluntario de repudio por parte de las partes contratantes, ni por
acto alguno de la Iglesia o del Estado. «Lo que Dios unió, no lo separe el
hombre.». Sin embargo el pacto puede quedar disuelto, aunque no por un acto
legítimo del hombre. Queda disuelto a la muerte. Queda disuelto por adulterio,
y, como enseñan los Protestantes, por deserción voluntaria.
En otras palabras: hay unas
ciertas cosas que por su misma naturaleza constituyen una disolución del
vínculo matrimonial. Toda lo que la autoridad legítima del estado tiene de su
parte es tomar conocimiento del hecho de que el matrimonio está disuelto;
anunciarlo oficialmente, Y hacer una apropiada provisión para la relación
alterada de las partes. Ya se ha visto en la sección anterior que según la
llana enseñanza e nuestro Salvador el vínculo matrimonial queda anulado por el
crimen del adulterio.
La razón para ello es que
las partes ya no son más uno, en el sentido misterioso en que la Biblia declara
que el hombre y su mujer son uno.36 El Apóstol enseña acerca de este tema la
misma doctrina que Cristo había enseñado. El capítulo séptimo de su Primera
Epístola a los Corintios está dedicado a esta cuestión del matrimonio, con
referencia a lo cual se le habían hecho varias preguntas.
NOTA: No
puede haber duda alguna razonable de que la palabra porneia, tal como se emplea
en Mt 5:32 y 19:9 significa adulterio. Porneia es un término general que
incluye toda cohabitación sexual ilegítima. Como dice Teodoreto acerca de
Romanos 1,29. (Edición de Halle 1771): kalei
porneian tën ou kata gamon ginomenën sunousian, mientras que moicheia es
el mismo pecado cometido por una persona casada. Para el uso definido del
término porneia véase I Corintios 5:1. Tholuck considera de manera extensa el
sentido de esta palabra tal como la emplea Mateo en su obra Bergpredigt, 3ª edición, Hamburgo
1845, págs.225-230.
Primero establece el principio general, basado en la Palabra de Dios y
en la naturaleza del hombre, de que lo
mejor es que cada hombre tenga su propia mujer, y cada mujer su propio marido;
pero en vista «de la aflicción que está sobre nosotros» (V.M.), aconseja a sus
lectores que no se casen. Les escribe a los Corintios como escribiría alguien a
un ejército a punto de entrar en un conflicto de lo más desigual en país
enemigo, y por un prolongado período de tiempo. Les dice: «No es el momento
ahora para que penséis en casaros. Tenéis derecho a hacerlo.
Y en general lo mejor es
que todos los hombres se casen. Pero en vuestras circunstancias, casaros
llevaría sólo a una carga y a un aumento del sufrimiento.» Esta limitación de
su consejo para no casarse, que se circunscribe a personas en las
circunstancias en que se encuentran aquellos a los que se da el consejo, no
sólo es expresada de manera clara en el v. 26, sino que es la única manera con
que se puede conciliar a Pablo con él mismo y con la enseñanza general de la
Biblia.
Ya se ha observado que
ninguno de los escritores sagrados habla en términos más elevados acerca del
matrimonio que este Apóstol. ÉI lo expone como una unión espiritual de lo más
ennoblecedor, que exalta a un hombre fuera de él mismo y le hace vivir para
otra persona; una unión tan elevada y afinadora que hace que sea un adecuado
símbolo de la unión entre Cristo y su Iglesia.
El matrimonio, según este
Apóstol, hace por el hombre en la esfera de la naturaleza lo que la unión con
Cristo hace para él en la esfera de la gracia. Habiendo así dado como consejo
que lo mejor, bajo las circunstancias en que se hallaban, era que los
cristianos no se casaran, pasa a dar instrucciones a los ya casados. De estos
había dos clases: primero, aquellos matrimonios en los que tanto marido como
mujer eran cristianos; y segundo, cuando una de las partes era creyente, y la
otra incrédula, esto es, judío o pagano.
Con respecto al primer
caso, dice que por cuanto según la ley de Cristo el matrimonio es indisoluble,
ninguna parte tiene derecho a repudiar a la otra. Pero, si en violación de la
ley de Cristo, una mujer hubiera dejado a su marido, estaba obligada o bien aquedar
sin casarse, o a reconciliarse con su marido.
El Apóstol reconoce así
implícitamente el principio de que puede haber causas que justifiquen que una
mujer deje a su marido, peco que no justifican una disclución del vínculo
matrimonial. Con respecto a aquellos casos en los que una de las partes fuera
cristiana, y la otra incrédula, enseña, primero, que estos matrimonios son
legítimos, y que por esto mismo no debería disolverse.
Pero, segundo, que si la parte incrédula se marcha, esto es, repudia el matrimonio,
la parte creyente no está atada; esto es, ya no está ligada por el pacto
matrimonial. Éste parece ser el sentido llano. Si la parte incrédula está
dispuesta a proseguir con la relación matrimonial, la parte creyente está
ligada; ligada, esto es, a ser fiel al pacto matrimonial. Si el incrédulo no
está dispuesto a quedarse, el creyente no está atado en tal caso; esto es,
obligado por el pacto matrimonial. En otras palabras, el matrimonio queda por
ello mismo disuelto: Este pasaje es paralelo a Romanos 7:2.
El Apóstol dice allí que
una mujer casada «está sujeta por la ley al marido mientras éste vivo; pero si
el marido muere, ella queda libre de la ley del marido.» Así, aquí dice: «Una
mujer está atada a su marido si él está dispuesto a quedarse con ella; pero si
ella abandona, ella está libre de él.» Esto es, la deserción voluntariosa anula
el vínculo matrimonial. Sin embargo, esta deserción debe ser deliberada y
definitiva. Esto se implica en todo el contexto.
El caso considerado es
cuando el marido incrédulo rehúsa considerar ya más a su conyugue creyente como
su mujer. Esta interpretación del pasaje es la dada no sólo por los antiguos
intérpretes Protestantes, sino también por los principales comentaristas
modernos, como De Wette, Meyer, Alford y Wordsworth, y en las Confesiones de
las Iglesias Luteranas y Reformadas. Hasta los Romanistas adoptan la misma
postura.
Desde luego, ellos
mantienen que entre cristianos el matrimonio es absolutamente indisoluble
excepto por muerte de una de las partes. Pero si una de las partes es
incrédula, ellos mantienen que una deserción anula el contrato matrimonial.
Acerca de este punto, Cornelius à Lapide, de Lovaina y Roma, dice: «Nota,
Apostolum permittere hoc casu non tantum thori divortium sed etiam matrimonii;
na ut possit conjux fidelis aliud matrimonium inire.» Lapide cita a Agustín,
Tomás de Aquino y Ambrosio en apoyo de esta opinión.
La Ley Canónica enseña la
misma doctrina bajo el título «Divortiis». El comentario de Wordsworth acerca
del pasaje es: «Aunque un cristiano no puede repudiar a su mujer como
incrédula, si la mujer abandona a su marido (chörizetai), él puede contraer segundas nupcias.». Los
Romanistas desde luego apoyan su sanción al nuevo matrimonio en el caso
supuesto sobre la base de que hay una diferencia esencia entre el matrimonio
donde una parte o las dos son paganos, y el matrimonio donde ambas partes son
cristianas.
Pero esto no constituye
diferencia alguna. Pablo acaba de decir que tales matrimonios desiguales son
legítimos y válidos. Ninguna parte puede legítimamente repudiar ni negar a la
otra. La base para el divorcio que se indica no es la diferencia de religión,
sino la deserción. Hay una vía media que muchos, tanto antiguos como modernos,
toman en la interpretación de este pasaje. Admiten ellos que la deserción
justifica el divorcio, pero no el nuevo matrimonio por parte del conyugue
abandonado.
A ESTO SE PUEDE OBJETAR:
1. Que no es consecuente con la naturaleza del divorcio. Ya hemos
visto que en divorcio entre los judíos, tal como lo explica Cristo y tal como
era entendido por la Iglesia apostólica, era aquella separación de marido y
mujer que disolvía el vínculo matrimonial. Esta idea se expresaba con el empleo
de las palabras apoluein, aphienai, chörizein, y éstas son las palabras que aquí se emplean.
2. Esta interpretación es inconsecuente con el contexto y con el
designio del Apóstol. Entre las preguntas que se le someten a su consideración,
estaba esta: «¿Es legítimo para un cristiano permanecer en relación matrimonial
con una persona incrédula?» Pablo responde: «Si: estos matrimonios son
legítimos y válidos.
Por ello, si el incrédulo está dispuesto a mantener la relación
matrimonial, el creyente permanece ligado; peco si el incrédulo rehúsa
continuar el matrimonio, el creyente deja de estar atado por ello.» Decir que
el conyugue creyente no está ya obligado a abandonar su religión, lo que parece
ser la idea de Neander, o que no está atado a forzar su presencia sobre un
conyugue mal dispuesto, no tendría nada que ver con lo que aquí se trata.
Ningún cristiano se consideraría ligado a abandonar su religión, y
nadie podría pensar que la vida matrimonial podría continuar son el
consentimiento de las partes. En este sentido, no habría valido la pena ni
hacer ni contestar la pregunta.
3. La deserción, por la misma naturaleza del delito, es una disolución
del vínculo matrimonial. ¿Por qué disuelve la muerte el matrimonio? Porque es
una separación definitiva. Lo mismo sucede con la deserción. La
incompatibilidad de temperamentos, la crueldad, la enfermedad, el crimen, la
insania, etc., cosas que las leyes frecuentemente permiten como base de
divorcio, no son cosas incompatibles con la relación matrimonial.
Una mujer puede tener un
marido desagradable, cruel o malvado, pero un hombre en su sepulcro o uno que
rehúse reconocerla como su mujer, no pueden ser maridos de ella. El hecho de
que la deserción es una base legítima para el divorcio fue, por lo tanto, y
como ya se ha mencionado, la doctrina sustentada por los Reformadores, Lutero,
Calvino y Zuinglio, y casi sin excepción por todas las iglesias Protestantes.
El
deber de la Iglesia y de sus cargos. Hay ciertos principios que tienen que ver con esta cuestión que se
concederán generalmente. Ninguna acción de ninguna legislación humana contraria
a la ley moral puede atar a nadie, y ningún acto contrario a la ley de Cristo
puede vincular a ningún cristiano. Por ello, si un tribunal humano anula un
matrimonio por ninguna razón que las asignadas en la Biblia, el matrimonio no
queda por ello disuelto.
A juicio de los cristianos
permanece en pleno vigor; y están obligados a considerarlo así. Por otra parte,
si el estado pronuncia válido un matrimonio que la Biblia declara inválido, es
inválido para los cristianos. No hay otra salida. Los cristianos no pueden
abandonar sus convicciones, ni pueden renunciar su adhesión a Cristo. Este
estado de conflicto entre las leyes y la conciencia de las personas es la
consecuencia necesaria, si un cuerpo legislativo que hace leyes aplicables a
cristianos no contempla una autoridad que estas personas consideran divinas.
Por cuanto la Iglesia y sus
oficiales están bajo la más alta obligación de obedecer la ley de Cristo, sigue
que allí donde la acción del estado entre en conflicto con esta ley, la acción
del estado debe ser ignorada. Si una persona se divorcia por otras razones que
las Escriturarias y vuelve a casarse, tal persona no puede ser recibida de
manera consecuente a la comunión de la Iglesia.
Si un ministro es llamado a
solemnizar un matrimonio de una persona impropiamente divorciada, no puede, de
manera consistente con su adhesión a Cristo, llevar a cabo el servicio. Este
conflicto entre la ley civil y la divina es un gran mal, y a menudo, sobre todo
en Prusia, ha suscitado grandes dificultades. La prostitución, el mal social. No es ésta una cuestión a tratar
en estas páginas.
SIN EMBARGO, NO ESTARÁN FUERA DE LUGAR UNAS
OBSERVACIONES ACERCA DE ESTA CUESTIÓN.
1. Es evidentemente utópico esperar que se puedan impedir todas las
violaciones del séptimo mandamiento, como que nunca se incumplan las leyes
contra el hurto o la mentira.
2. La historia del mundo demuestra que el instinto que conduce al
mal mencionado nunca puede ser mantenido dentro de límites apropiados excepto
por principio moral o por matrimonio.
3. Es a estos dos métodos de corrección, por tanto, que deberían
dirigirse los esfuerzos de los amigos de la virtud. No puede haber una eficaz
cultura moral sin instrucción religiosa.
4. El preventivo divinamente señalado para este mal social está
establecido en 1 Corintios 7:2: «A causa de las fornicaciones, cada uno tenga
su propia mujer, y cada una tenga su propio marido.» No se puede negar que
existen serias dificultades en el actual estado de la sociedad para contraer
matrimonio en la juventud. La principal de ellas es indudablemente el costoso
estilo de vida que generalmente se adopta.
Los jóvenes encuentran
imposible comenzar la vida de casados con las comodidades y lujos a que han
estado acostumbrados en casa de sus padres, y por ello se descuida o pospone
contraer matrimonio. Con respecto a las clases más pobres, se podría establecer
una provisión para dotar a las mujeres jóvenes de buen carácter, para
facilitarles comenzar su vida casada con facilidad. También se pueden hacer
arreglos de varios tipos para aminorar los gastos de la vida en familia. El fin
a cumplir es facilitar contraer matrimonio.
Matrimonios
prohibidos. El hecho de que ciertos matrimonios están prohibidos es casi
el juicio universal de la humanidad. Desde luego, entre los antiguos persas y
egipcios, se permitía el casamiento de los parientes más próximos, y en el
período corrompido del Imperio Romano imperó más o menos una laxitud igual.
Estos hechos aislados no invalidan el argumento del juicio general de la
humanidad. La base o razón de tales
prohibiciones.
La razón de por qué la
humanidad condena tan generalmente el casamiento de parientes próximos no puede
ser física. La fisiología no es enseñada por instinto Por ello, no es sólo una
presuposición indigna, sino también insatisfactoria, que tales matrimonios
quedan prohibidos sólo porque tiendan a degenerar la raza.
El hecho supuesto puede ser
cierto o no; pero si se admite es totalmente insuficiente para dar cuenta del
juicio condenatorio en cuestión. Las dos razones más naturales y evidentes de
por qué están prohibidos los casamientos de parientes próximos son, primera,
que el afecto natural que se tienen los parientes entre si es incompatible con
el amor conyugal. Ambas cosas no pueden coexistir. El último es una violación y
destrucción del primero.
Sólo se tiene que enunciar
la razón; no demanda ilustración alguna. Estos afectos naturales no son sólo
sanos, sino que son incluso sagradas en los grados más estrechos de relación.
La segunda base para tales prohibiciones es la consideración a la pureza
doméstica. Cuando las personas están tan extremamente relacionadas entre si que
se justifica que vivan juntas como una familia, deberían ser sagradas la una
para la otra.
Si no fuera éste el caso,
difícilmente podría dejar de existir el mal, cuando los jóvenes crecen en la
familiaridad de la vida doméstica. La más superficial inspección de los
detalles de la ley establecida en el capítulo dieciocho de Levítico muestra que
este principio subyace a muchas de sus especificaciones. ... La teoría de Agustín. Agustín
presentó una teoría acerca de esta cuestión que sigue teniendo fervientes
defensores. Mantenía él que el designio de todas estas prohibiciones era
ampliar el circulo de los afectos sociales.
Los hermanos y las hermanas
están ligados entre si por amor mutuo. Si se casaran entre sí, el círculo no se
expande. Si escogen maridos y mujeres de entre extraños, un número mayor de
personas queda incluido en los vínculos del mutuo amor. Un escritor en la
revista «Evangelische Kirchen-Zeitung», de Hengstenberg, adopta y vindica esta
teoría de manera elaborada. Trata de demostrar que responde a todos los
criterios mediante los que se debería ensayar una teoría sobre esta cuestión.
Estos matrimonios son
llamados «abominaciones», y él pregunta: ¿No es vergonzoso contrarrestar la
benevolente ordenanza de Dios para ampliar el círculo de los afectos sociales?
Se les llama «confusión» porque unen a aquellos a los que Dios manda quedar
separados. También da cuenta de la propiedad de los casamientos entre hermanos
y hermanas en la familia de Adán: porque al principio el círculo de afectos no
admitía su agrandamiento.
Incluso incluye el caso de
la Ley del Levirato, que obligaba a un hombre a casarse con la viuda sin hijos
de su hermano. La ley que prohíbe el casamiento de parientes sólo se mantiene
cuando la relación es estrecha. Por ello, ha de haber casos justo sobre la
línea más allá de la que la relación no es barrera para el matrimonio. Y con
respecto a los que están justo dentro de la línea, debe haber consideraciones
que a veces son de mayor peso que las objeciones a un determinado matrimonio.
Hay dos principios de
moralidad generalmente aceptados y claramente Escriturarios: uno de ellos es
que cualesquiera de aquellas leyes morales fundadas no sobre la naturaleza
inmutable de Dios, sino sobre las relaciones de los hombres en su presente
estado de existencia, puede ser echada a un lado por el divino legislador
siempre que le parezca bien; tal como Dios, bajo la antigua dispensación, puso
a un lado la original ley monogámica del matrimonio. La poligamia no era pecaminosa
mientras Dios la permitiera.
En el caso de la ley del
Levirato, la prohibición de contraer matrimonio con la viuda de un hermano
cedía ante lo que la ley de Moisés consideraba una mayor obligación, la de
perpetuar la familia. Morir sin hijos era considerada una de las más grandes
calamidades. Sin embargo, Ia cuestión acerca de las razones para estas
prohibiciones es de importancia secundaria. Puede que no veamos exactamente en
todos los casos por qué se prohíben ciertas cosas. EI hecho de que estén prohibidas
debería dar satisfacci6n a Ia razón y a Ia conciencia.
LAS DOS IMPORTANTES PREGUNTAS EN RELACION CON ESTA
CUESTIÓN A CONSIDERAR SON, PRIMERO:
1. Está aún en vigor Ia ley
levítica acerca de las matrimonios prohibidos? Y, segundo,
2. Como se debe interpretar esta ley, y qué matrimonios prohíbe? ¿Sigue estando en vigor la ley levítica del
matrimonio?
1. Es un argumento poderoso a priori en favor de una respuesta
afirmativa a esta pregunta que siempre haya sido considerada como obligatoria
por toda la Iglesia Cristiana.
2. La razón asignada a la prohibición contenida en esta ley es que
no hace referencia especial a los judíos. No está basada en sus peculiares
circunstancias, ni en el designio de Dios al seleccionarlos a ellos como depositarios
de su verdad para preparar al mundo para la venida del Mesías.
La razón asignada es «parentesco cercano». Esta razón tiene tanta
fuerza en un tiempo como en otro, para todas las naciones como para cualquier
nación. Nada había de peculiar en la relación que tenían los padres hebreos con
sus niños, o los hermanos hebreos con sus hermanas, ni los tíos hebreos con sus
sobrinas, que fuera base para estas prohibiciones.
La razón para ellas era la proximidad del parentesco mismo tal
como existe en cada y todos los siglos. Por ello, hay delante de Dios una razón
permanente por la que los parientes próximos no deben casarse.
3. Si la ley levítica no sigue en vigor, no tenemos ley divina
acerca de esta cuestión. Entonces el incesto no sería pecado. Sería sólo un
delito contra la ley civil, y un pecado contra Dios sólo hasta allí donde sea
pecaminoso violar la ley del estado. Pero esto es contrario al juicio universal
de los hombres, al menos de los cristianos.
Que los padres e hijos, hermanos y hermanas se casen entre ellos
es considerado como pecado contra Dios, con independencia de toda prohibición
humana. Pero si es un pecado contra Dios, tiene que estar prohibido en Su
Palabra, o debemos abandonar el principio fundamental del Protestantismo, de
que las Escrituras son la única norma infalible de fe y práctica. Y como tales
matrimonios no están prohibidos expresamente en la Biblia excepto en la ley
Levítica, si esta ley no los prohíbe, la Biblia no los prohíbe.
4. Los juicios de Dios son fulminados contra las naciones paganas
por permitir los matrimonios prohibidos por la ley Levítica. En Levítico 18:3
se dice: «No haréis como hacen en la tierra de Egipto, en la cual morasteis; ni
haréis como hacen en la tierra de Canaán, a la cual yo os conduzco, ni andaréis
en sus estatutos.» Ésta es la introducción a la ley de los matrimonios
prohibidos, conteniendo las especificaciones de las «ordenanzas» de los
egipcios y cananeos, que el pueblo de Dios tenía prohibido seguir.
Y en el versículo veintisiete de este mismo capítulo, al final de
estas especificaciones, se dice: «Todas estas abominaciones hicieron los
hombres de aquella tierra que fueron antes de vosotros, y la tierra fue
contaminada.» De nuevo, en el capítulo 20:23, aún en referencia a estos
matrimonios, se dice: «Y no andéis en las prácticas de las naciones que yo
echaré de delante de vosotros; porque ellos hicieron todas estas cosas, y los
tuve en abominación.» Ésta es una clara prueba de que estas leyes eran
vinculantes, no sólo para los judíos, sino para todos los pueblos y en todo
tiempo.
5. La obligación continuada de la ley levítica acerca de esta
cuestión queda también reconocida en el Nuevo Testamento. Este reconocimiento
está involucrado en la constante referencia a la ley de Moisés como la ley de
Dios. Si en cualquiera de sus partes o especificaciones no es obligatoria, esto
debe quedar demostrado. Contiene muchas cosas que por el Nuevo Testamento
sabemos que estaban designadas simplemente para mantener a los hebreos como
nación separada; mucho que era tipológico; mucho que eran sombras de cosas
venideras, y que se desvanecieron cuando quedó revelada la sustancia.
Pero contenía mucho que era de obligación moral y permanente. Si
Dios da una ley a los hombres, los que niegan la perpetuidad de su obligación
están obligados a demostrarlo. La presunción es que sigue en vigor a no ser que
se demuestre lo contrario. Y será difícil demostrar que leyes basadas en las
permanentes relaciones sociales de los hombres estaban designadas para ser
temporales.
Además de esta consideración general, encontramos reconocimientos
específicos de la obligación continuada de la ley levítica en el Nuevo
Testamento. Juan el Bautista, tal como está registrado en Marcos 6: 18 y en
Mateo 14:4, le dijo a Herodes que no le era lícito tener la esposa de su
hermano Felipe. No importa, para el argumento, si Felipe vivía todavía o no. El
delito de que se le acusaba no era que hubiera tomado a la mujer de otro, sino
que había tomado a la mujer de su hermano.
Se puede objetar a este argumento que durante el ministerio de
Juan el Bauttsta seguía en vigor la ley de Moisés. Esto lo niega Gerhard, que
arguye en base de Mateo 11: 13, «todos los profetas y la ley profetizaron hasta
Juan», que el ministerio del Bautista pertenece a la nueva dispensación. Esto
puede dudarse. Sm embargo, Juan expresó el sentimiento moral de su época; y el
registro de este hecho por parte de los Evangelistas, cuyos Evangelios fueron
escritos después de la plena organización de la Iglesia, se da en una forma que
involucra una sanción del juicio que el Bautista había expresado contra el
matrimonio de Herodes con la mujer de su hermano.
También debe recordarse que la familia de Herodes era idumea, y
por tanto que una ley meramente judía no tendría autoridad natural sobre ellos.
Además, el Apóstol Pablo, en 1 Corintios 5:1, habla de que un hombre se casara
con su madrastra como de un delito inaudito. Que se trata de un caso de
matrimonio y no de adulterio es cosa patente, porque la frase gunaika echein nunca se emplea en el
Nuevo Testamento excepto de matrimonio.
Por ello éste es un claro reconocimiento de la continuada
obligación de la ley que prohíbe matrimonios entre parientes próximos, tanto si
la relación era por consanguinidad como por afinidad.
6. La Biblia en todo momento mantiene la autoridad de aquellas leyes
que tienen su fundamento en la constitución natural de los hombres. El hecho de
que esta ley levítica es una autenticación de una ley de la naturaleza se puede
inferir por el hecho de que son raras excepciones el matrimonio con parientes
próximos está prohibido en todas las naciones. Pablo dice que el matrimonio de
un hombre con su madrastra era cosa que no se oía entre los paganos: esto es,
que estaba prohibido y que era cosa aborrecida. Cicerón exclama: «Nubit genero
socros. O mulieris incredibile et præter hanc unam in omni vita inauditum!»
Dice Beza: No se debe pasar por alto que las leyes civiles de los romanos
concuerdan completamente con la ley divina con referencia a esta cuestión.
Parecen haberla copiado.40
Ninguna Iglesia Cristiana duda de la obligación continuada de ninguna de las
leyes del Pentateuco de las que se pueda decir que la razón de su promulgación
en las relaciones permanentes de los hombres, por cuya violación los paganos
son condenados, y que el Nuevo Testamento indica que siguen en vigor, y que
aquellas naciones paganas actuando bajo la guía de la conciencia natural han
promulgado. ¿Cómo se debe interpretar
la ley levítica?
Admitiendo que la ley
levítica del matrimonio sigue estando en vigor, la siguiente cuestión es: ¿cómo
debe ser interpretada? ¿Se debe entender como especificando grados de relación,
sea de consanguinidad o de afinidad, dentro de los que se prohíbe el
matrimonio? ¿O debe considerarse como una enumeración de casos particulares, de
manera que no se debe incluir ningún caso no mencionado específicamente en la
prohibición?
La primera de estas normas
de interpretación es la generalmente adoptada, por las siguientes razones:
1. El mismo lenguaje de la ley. Comienza con una prohibición general
de matrimonio a los que tienen un parentesco cercano. La proximidad de
parentesco es la base de la prohibición. Las especificaciones que siguen se dan
como ejemplo de qué grado de parentesco conlleva prohibición. Esta razón se
aplica a muchos casos particulares no mencionados de manera específica en
Levítico 18 o en otros lugares. La ley parecería aplicable a todos los casos en
los que se encuentra que exista la razón divinamente asignada para su
promulgación.
2. El designio de la ley, como hemos visto, es doble: Primero,
mantener sagradas aquellas relaciones que naturalmente dan origen a
sentimientos y a afectos que son inconsistentes con la relación matrimonial; y
segundo, la preservación de la pureza doméstica. Como los afectos naturales se
deben en parte a la misma constitución de nuestra naturaleza, y en parte a la
familiaridad y constancia de la relación, y al intercambio de gestos amables,
es natural que la enumeración de casos prohibidos tuviera lugar, en la
selección, con referencia a aquellos en los que esta familiaridad de relación
prevaleciera, cuando tuvo lugar la promulgación.
En Oriente la familia está organizada bajo principios distintos de
como lo está en Occidente. Especialmente entre las antiguas naciones de
Oriente, los varones de una familia con sus mujeres quedaban juntos; mientras
que sus hijas, entregadas en casamiento, se iban y quedaban amalgamadas con las
familias de sus maridos. Por ello sucedería que los parientes por el lado del
padre eran asociados íntimos, mientras que los del mismo grado por parte de la
madre pudieran ser perfectos extraños.
Por ello, una ley erigida sobre la base de prohibir el matrimonio
entre partes tan relacionadas como para ya entrar dentro de los vínculos del
afecto natural, y que participaban del mismo círculo doméstico, trataría
principalmente de especificaciones de relaciones por el lado del padre. Pero no
por ello seguiría que parentescos del mismo grado pudieran casarse entre sí
libremente porque no estaban especificados de manera expresa en la enumeración.
La ley se aplica en principio a todos los casos, enumerados o no,
en los que la cercanía de parentesco sea la fuente del afecto natural, y en la
que conduzca a y justifique una asociación estrecha.
3. Otra consideración en favor del principio de interpretación que
generalmente se adopta es que la regla opuesta introduciría las más grandes
incoherencias en la ley. La ley prohíbe el casamiento entre los parientes
próximos, y, según esta regla de interpretación permitiría y prohibiría
alternativamente unos matrimonios en los que la relación es exactamente la
misma.
Así, [según este otro
principio de interpretación], un hombre no se puede casar con la hija de su
hijo, pero una mujer puede casarse con el hijo de su hija; un hombre no puede
casarse con la viuda del hermano de su padre, pero puede casarse con la viuda
del hermano de su madre.
Estas inconsistencias
serian inteligibles si la ley fuera una promulgación temporal y local,
dispuesta para un estado transitorio de la sociedad, pero son totalmente
inexplicables si la ley es de obligación permanente y universal. Se debe
preferir una regla de interpretación que asuma la uniformidad y consistencia de
estas promulgaciones de la Escritura sobre otra que introduciría confusión e
incoherencias.
GRADOS PROHIBIDOS. LOS CASOS MENCIONADOS DE MANERA ESPECÍFICA SON:
1. La madre. 2. La madrastra. 3. La nieta. 4. Hermana
y medio-hermana, «nacida en casa o nacida fuera», esto es, legítima o
ilegítima. 5. La tía paterna. 6. La tía materna. 7. La mujer del hermano del padre. 8. La nuera. 9. La mujer
del hermano. 10. Una mujer y su
hija. 11. La nieta de la mujer. 12. Dos hermanas a la vez.
Los casos no expresamente mencionados en
Levítico 18, aunque involucrando la misma proximidad de parentesco que los
incluidos en la enumeración, son:
1. la propia hija. Ésta es una clara prueba de que la enumeración no
tenia la intención de ser exhaustiva.
2. La hija de un hermano.
3. La hija de una hermana.
4. La viuda de un tío
materno.
5. La viuda del hijo de un
hermano.
6. La viuda del hijo de una
hermana.
7. La hermana de una mujer
fallecida.
Como la base de la
prohibición es la proximidad de parentesco, y por cuanto estos casos se
incluyen dentro de «los grados» especificados, la Iglesia los ha considerado
dentro de la clase de matrimonios prohibidos. Sin embargo, se debe considerar
que la palabra «prohibidos», tal como se usa aquí, es muy global.
Algunos de los matrimonios
especificados en la ley Levítica están prohibidos en un sentido muy diferente
de otros. Algunos son declarados abominables, y los que los contraen son
castigados con la muerte. Otros son denunciados como impropios, o malos, y
castigados mediante la exclusión de la teocracia. Otros incurren en la pena de
morir sin hijos; probablemente el significado sea que los hijos de tales
matrimonios no deberían ser registrados en los registros familiares, que los
judíos tenían tanto cuidado en preservar.
Hay otra evidente
observación que se debe hacer. A menudo se siente y expresa una fuerte
repugnancia contra la ley Levítica, no sólo porque se considera que pone a
todos los matrimonios especificados al mismo nivel, presentándolos como
igualmente ofensivos delante de Dios, sino también por la suposición de que
todos los matrimonios prohibidos son, si se contraen, inválidos. Ésta es una
concepción errónea. Es inconsecuente con la misma ley, y contrario a la
analogía de la Escritura.
La ley reconoce una gran
disparidad en la impropiedad de estos matrimonios. Algunos, como acaba de
observarse, son absolutamente abominables e insufribles. Otros son
especificados porque son inconvenientes o peligrosos, al entrar en conflicto
con algún principio ético o prudencial. Es en éste como en muchos otros casos.
La ley de Moisés desalentaba y denunciaba los matrimonios entre el pueblo
escogido y sus vecinos paganos.
Con respecto a los
cananeos, tales matrimonios estaban absolutamente prohibidos; con otras
naciones paganas, aunque desalentados, eran tolerados. José se casó con una
egipcia; Moisés, con una madianita; Salomón se casó con la hija de Faraón.
Estos matrimonios, en el estado asentado de la nación judía, pueden haber sido
incorrectos, pero eran válidos. También ahora, bajo la dispensación cristiana,
se prohíbe a los creyentes entrar en yugo desigual con los incrédulos. No sigue
de ello que cada matrimonio entre un creyente y un incrédulo sea inválido.
Estas observaciones no
quedan fuera de lugar. La verdad sufre al ser mal comprendida. Si se le hace
enseñar a la Biblia cosas contrarias al sentido común o a los juicios
intuitivos de la humanidad, se le inflige una gran injusticia. Nadie puede ser
llevado a creer que el que un hombre se case con la hermana de su fallecida
esposa sea el mismo tipo de transgresión que un padre casándose con su propia
hija. La Biblia no enseña tal cosa; y es una calumnia lo enseña.
La gran verdad contenida en
estas leyes es que es la voluntad de Dios, el dictado de Su infinita y
benevolente sabiduría, que los afectos que pertenecen a la relación que los
parientes (sea por consanguinidad o por afinidad) tienen entre sí no sean
perturbados, pervertidos ni corrompidos por aquel tipo de amor esencialmente
diferente que es apropiado y santo en la relación conyugal; y que se arroje un
halo protector alrededor del círculo familiar.
EL OCTAVO MANDAMIENTO.
Este mandamiento prohíbe
todas las violaciones de los derechos a la propiedad. El derecho a la propiedad
es el derecho a su posesión y uso exclusivos.
EL FUNDAMENTO DEL DERECHO A LA PROPIEDAD ES LA
VOLUNTAD DE DIOS POR ESTO SE SIGNIFICA:
(1) Que Dios ha constituido al hombre de tal manera que él desea y
necesita el derecho a la exclusiva posesión y uso de ciertas cosas.
(2) Al haber hecho al hombre un ser social, El ha hecho que el
derecho a la propiedad sea esencial para el sano desarrollo de la sociedad
humana.
(3) El ha implantado un sentido de justicia en la naturaleza del
hombre que condena como moralmente malo todo lo no congruente con el derecho en
cuestión.
(4) Él ha declarado en Su Palabra que toda violación a este derecho
es pecaminosa. Esta doctrina del derecho divino a la propiedad es la única
salvaguarda para el individuo o para la sociedad. Si se hace descansar sobre
cualquier otro fundamento, es inseguro e inestable. Es sólo al hacer la
propiedad sagrada, guardada por la flamígera espada de la justicia divina, que
puede estar a salvo de los peligros a los que está expuesta siempre y en todas
partes.
La
comunidad de bienes. La comunidad de
bienes no involucra necesariamente la negación del derecho a la propiedad
privada. Cuando Ananías, al vender su posesión, retuvo parte del precio, Pedro
le dijo: «Reteniéndola, ¿no se te quedara a ti?; y vendida, ¿no estaba en tu
poder?» (Hch 5:4). Cualquier cantidad de personas pueden acordar vivir en
común, poniendo todas sus posesiones y todos los frutos de su trabajo en un
fondo común, del que cada miembro sea suplido conforme a sus necesidades.
Este experimento fue hecho
a pequeña escala y por un breve período de tiempo en Jerusalén. ... (Hch
4:32-35). Algunos dicen por cierto que estos pasajes no implican una verdadera
comunidad de bienes. Tener «todas las cosas en común» se entiende como
significando que «nadie consideraba sus posesiones como perteneciéndoles de
manera absoluta, sino como un depósito para beneficio también de otros.» Esta
interpretación parece inconsistente con la narración entera. Los que tenían
posesiones las vendían. Renunciaban a todo control sobre lo que había sido
suyo. El precio era puesto a los pies de los Apóstoles, y era distribuido por
ellos o bajo su dirección.
ACERCA DE LA NARRACIÓN EN HECHOS SE PUEDE OBSERVAR:
1. Que la conducta de estos primeros cristianos fue puramente
espontánea. Los Apóstoles no les ordenaron que vendieran sus posesiones y que
lo tuvieran todo en común. No hay la más ligera indicación de que los Apóstoles
dieran aliento alguno a este movimiento. Parece que simplemente lo permitieron.
Dejaron que la gente actuara bajo el impulso de sus propios sentimientos,
haciendo cada uno lo que mejor le parecía con lo suyo.
2. No se puede considerar como insólito que los cristianos
primitivos fueran impelidos a este experimento. Para nosotros las maravillas de
la Redención constituyen la «antigua, antigua historia», desde luego
inenarrablemente preciosa, pero ha perdido el poder de la novedad. En aquellos
para los que era nueva puede haber producido un aturdimiento extático, que
modificó su capacidad de juicio.
Hay dos grandes verdades del Evangelio cuya clara percepción
podría dar cuenta de la decisión de estos primeros convertidos de tener todas
las cosas en común. La primera es que todos los creyentes son un cuerpo en
Cristo Jesús; todos unidos a Él por la morada del Espíritu Santo; todos
igualmente partícipes de Su justicia; todos objetos de Su amor; y todos
destinados a la misma herencia de la gloria.
La otra gran verdad está contenida en las palabras de Cristo: «En
cuanto lo hicisteis a uno de estos más pequeños de mis hermanos, a mí me lo
hicisteis.» No es para asombrarse, entonces, que hombres con las mentes llenas
de estas verdades olvidaran consideraciones meramente prudenciales.
3. Este experimento, por lo que parece, quedó confinado a los
cristianos en Jerusalén, y pronto fue abandonado. No oímos nunca de tal cosa en
ningún otro lugar, ni posteriormente. Por ello, no tiene fuerza preceptiva.
4. Las condiciones para el éxito de este plan, en ninguna gran
escala, no pueden encontrarse en la tierra. Supone algo cercano a la perfección
en todos los que se embarquen en tal operación. Supone que las personas
trabajarán tan asiduamente sin el estímulo por el deseo de mejorar su condición
y por conseguir el bienestar de sus familias como con ello. Supone un
desinterés absoluto por parte de los miembros más ricos, más fuertes o más
capaces de la comunidad.
Tienen que estar dispuestos
a abandonar todas las ventajas personales en base de sus superiores dotes.
Supone una perfecta integridad por parte de los distribuidores del fondo común,
y un espíritu de moderación y de contentamiento por parte de cada miembro de la
comunidad, para que queden satisfechos con lo que otros, y no ellos mismos,
consideren que es su parte equitativa. Tendremos que esperar hasta el milenio
antes que estas condiciones se materialicen. El intento de introducir una
comunidad general de bienes en el actual estado del mundo, en lugar de elevar a
los pobres, reduciría a toda la masa de la sociedad a un común nivel de
barbarie y de pobreza.
La única base segura de la
sociedad está en aquellos principios inmutables del derecho y del deber que
Dios ha revelado en Su Palabra, y escrito en los corazones de los hombres. ... Comunismo y socialismo. Tanto más
alto está el cielo sobre «las partes más profundas de la tierra» como lo
estaban los principios y motivos de los primeros cristianos por encima de los
modernos proponentes de la comunidad de bienes.
Esta idea no es de origen
moderno. Aparece en diferentes formas en todas las épocas del mundo. Formaba
parte del esquema de la República de Platón, porque desde su punto de vista la
propiedad privada era el principal origen de todos los males sociales. Formaba
parte del monasticismo de la Edad Media.
La renuncia al mundo
incluía la renuncia a toda propiedad. La pobreza voluntaria era uno de los
votos de todas las instituciones monásticas. Fue adoptada por muchas de las
místicas y fanáticas sectas que aparecieron antes de la Reforma, como los
Mendigos, y los «Hermanos del Espíritu Libre», que enseñaban que el mundo debía
ser restaurado a su estado paradisíaco, y que todas las distinciones creadas
por ley, tanto de organización social como de la propiedad o matrimoniales,
debían ser extinguidas.
En la época de la Reforma,
los seguidores de Munzer adoptaron los mismos principios, y sus esfuerzos por
llevados a la práctica condujeron a las miserias de «la guerra de los
campesinos». Todos estos movimientos estaban relacionados con doctrinas
religiosas fanáticas. Los líderes de estas sectas se pretendían inspirados, y
se presentaban como los órganos y mensajeros de Dios. En cambio, el moderno
Comunismo, por lo que concierne a su carácter general, es materialista y ateo,
y panteísta en alguna de sus formas.
Esto es consistente con la
admisión de que algunos de sus proponentes, como St. Simón, Fourier y otros,
eran hombres sinceros y benevolentes. Algunos de ellos, por cierto, dijeron que
sólo deseaban poner en práctica el principio de amor fraternal tan a menudo
inculcado por Cristo. Comunismo y Socialismo no son propiamente términos
intercambiables, aunque a menudo se empleen para designar el mismo sistema.
El primero se refiere de
manera más especial al principio de la propiedad en comunidad; el segundo, a la
forma de la organización social. Para Fourier, lo primero estaba subordinado a
lo segundo. Él no negó por entero el derecho a la propiedad, pero insistió en
que la sociedad estaba mal organizada. En lugar de vivir en familias
diferentes, cada una de ellas luchando por mantenerse y avanzar, los hombres
debían reunirse en grandes asociaciones con una propiedad en común, y todos
trabajando para el fondo común.
Este fondo debía ser
distribuido conforme al capital contribuido por cada miembro, y según el tiempo
y las capacidades empleados en el servicio común. Proudhon, inmortalizado por
el libro en el que la pregunta, «¿Qué es la propiedad?» se contesta diciendo:
«La propiedad es un robo», hace que la norma de la distribución del fondo común
sea el tiempo dedicado al trabajo. Louis Blanc no considera en absoluto la
aportación de capital, trabajo y capacidad, y hace que la única norma de
distribución sea las necesidades del individuo.
El elemento común a todos
estos esquemas que se niega el derecho a la propiedad de la tierra o de sus
productos. Los dos últimos le niegan al hombre toda propiedad de sus
capacidades o talentos; y el último, incluso de su trabajo, de modo que el
miembro más indolente y menos eficaz de la sociedad debería, según él, recibir
tanto como el más trabajador y útil. La negación del derecho a la propiedad
está, en gran parte, conectado con el rechazo de la religión y de la
institución del matrimonio.
El matrimonio, junto con la
religión y la propiedad, son declarados como las más grandes causas de la
miseria social. Los hijos no deberían pertenecer a sus padres, sino al estado;
la inclinación y el goce deberían ser el motivo y fin de la norma de la vida.
Es un hecho histórico que el Comunismo, en su forma moderna, tuvo su origen en
el materialismo ateo; en la negación de Dios, que tiene derecho a dar leyes a
los hombres, y el poder y propósito de dar fuerza a estas leyes mediante las
retribuciones de la justicia; en la creencia de que la vida actual es todo el
período de existencia otorgado a los hombres; y que por ello mismo los goces de
esta vida son todo lo que los hombres deben desear o esperar.
Estos principios habían
sido durante largo tiempo inculcados por hombres como Rousseau, Voltaire,
d’Holbach, Diderot y otros. Pero para producir un incendio debe haber no sólo
fuego, sino también materiales combustibles. Estos principios materialistas
habrían flotado alrededor como meras especulaciones si no hubiera existido
tanto sufrimiento y tanta degradación entre el pueblo. Fueron mentes cargadas
por la consciencia de la miseria y por el sentimiento de las injusticias que se
sintieron inflamadas por las nuevas doctrinas, y que estallaron en un fuego que
por un tiempo ardió por toda Europa.
No debemos atribuir todo el
mal ni a los incrédulos ni al pueblo. Si no hubiera sido por los anteriores
siglos de crueldad y opresión, Francia no habría dado una página tan sangrienta
a la historia de Ia Europa moderna. «L’Internationale» del 27 de marzo de 1870
exponía de manera sucinta el objeto de la Internacional: «Los derechos de los
obreros: . ése es nuestro principio; la organización de los obreros: ése es
nuestro medio de acción; la revolución social: ése es nuestro fin.» Son los
«obreros», los manuales, no la masa del pueblo, educados o no, sino una sola
clase cuyos intereses han de ser tenidos en cuenta.
El fin perseguido no es una
revolución política, el cambio de una forma de gobierno por otra; se trata de
una revolución social, un trastorno total del actual orden de la sociedad. Si
el Comunismo organizado en esta sociedad debe su origen a las causas
anteriormente especificadas, el método racional de actuación es corregir o
eliminar las causas.
Si el Comunismo es producto
del Ateísmo materialista, su curación debe encontrarse en el Teísmo; en traer a
las personas a saber y creer que hay un Dios de quien dependen y ante quien son
responsables; enseñándoles que ésta no es la única vida, que el alma es
inmortal, y que los hombres serán recompensados o castigados en el mundo
venidero según su carácter y conducta en esta vida presente; que,
consiguientemente, el bienestar aquí no es el más alto fin de la existencia,
que los pobres aquí pueden después ser mucho más felices que sus ricos vecinos;
que es mejor ser Lázaro que Dives.
Será necesario llevados a
creer que hay una divina providencia sobre los asuntos del mundo; que los
acontecimientos no van determinados por la ciega operación de las causas
físicas, sino que Dios reina; que Él distribuye a cada uno como él quiere;. que
«el Señor hace pobre, y Él enriquece»; que no son los ricos y nobles, sino los
pobres y humildes que son Sus favoritos; y que el derecho a la propiedad, el
derecho al matrimonio, y los derechos de los padres y de los magistrados, han
Sido todos ordenados por Dios, y que no pueden ser violados sin incurrir en Su
desagrado y en la segura visitación del castigo divino.
Sin embargo, la instrucción
religiosa del pueblo es sólo la mitad de la tarea que la sociedad tiene que
llevar a cabo para asegurar su propia existencia y seguridad. Se tiene que
procurar la comodidad de la gran masa del pueblo, o al menos proveerle de los
medios para que llegue a alcanzarla; y se tiene que actuar con justicia. La
miseria y un sentimiento de injusticia son los dos grandes elementos de
perturbación en las mentes de las personas: Son las ascuas que están siempre
dispuestas para desatarse en un devorado incendio.
Violaciones del octavo mandamiento. Se puede
desde luego poner en tela de juicio que la sociedad esté más en peligro por
causa de los destructivos principios del Comunismo que por los fraudes secretos
o tolerados que invaden de manera tan extensa casi todos los sectores de la
vida social. Si este mandamiento prohíbe toda apropiación injusta de la
propiedad de otros para nuestro propio uso y ventaja, si cada apropiación así
es robo delante de Dios, entonces el robo es la más común de todas las
transgresiones externas del Decálogo.
NO INCLUYE MERAMENTE EL HURTO VULGAR QUE LA LEY PUEDE
DETECTAR Y CASTIGAR, SINO:
1. Toda falsa pretensión en cuestiones de negocios; presentar un
artículo que se propone para la compra o el intercambio como mejor de lo que
es. Esto incluye una multitud de pecados. Hay artículos producidos en la nación
y vendidos como de fabricación extranjera cuyo precio va determinado por esta
presentación fraudulenta. Esta clase de fraude apenas si tiene límites. Bajo
este encabezamiento de falsas pretensiones viene la adulteración de artículos
alimenticios, de medicinas, y de materiales para vestido.
El grado en que se lleva a cabo es terrible. La misma queja existe
en cuanto a la adulteración de fármacos.
Si tenemos que creer a la prensa, la mayor parte de los vinos y otros
licores, espíritus y maltas, vendidos al público, están no sólo adulterados,
sino mezclados con productos químicos perjudiciales. La vestimenta dada a los
soldados en servicio activo, expuestos a todas las inclemencias,-era y es a
menudo de materiales de pésima calidad.
No habría fin a la enumeración de los fraudes de este tipo. Una
importante revista inglesa decía recientemente que una gran parte del
presupuesto del gobierno británico se dedicaba a tratar de prevenir y detectar
fraudes contra el público.
2. Otra gran clase de violaciones del octavo mandamiento comprende
los intentos de aprovecharse de la ignorancia o de las necesidades de nuestros
semejantes. Pertenece a la naturaleza del robo que alguien venda un artículo á
sabiendas de que es de menor valor que lo que se piensa el que compra. Si
alguien sabe que el crédito de un banco ha cedido, o que los negocios del
ferrocarril, o de cualquier otra sociedad, han sufrido, y se aprovecha de este
conocimiento para vender acciones o participaciones de estas sociedades a los
que desconocen la cuestión, demandando más por ellas que su verdadero valor, es
culpable de robo, si el mandamiento «no robarás» prohíbe toda injusta
adquisición de la propiedad de nuestro prójimo.
De la misma manera, todos los intentos sucios de potenciar o
deprimir el valor de artículos de comercio son violaciones de la ley de Dios. A
menudo se hacen circular rumores infundados para potenciar o deprimir los
precios, para aprovecharse de los no avisados o mal informados. Es un delito
del mismo tipo acaparar bienes para aumentar los precios: «Al que acapara el
grano, el pueblo lo maldecirá; pero habrá bendición sobre la cabeza del que lo
venda» (Pr II :26). También es una violación de la ley aprovecharse de las
necesidades de nuestros prójimos y exigir un precio exorbitante por lo que
puedan necesitar.
En el reciente y terrible incendio de Chicago, se pedían mil
dólares por el uso de un caballo y carro por una sola hora. Se puede decir que
no hay un estándar fijo de precios; que algo puede valer lo que le cuesta al
hombre que lo tiene; o lo que le vale a quien lo pide; o lo que dará en el
mercado libre. Si una hora de uso de caballo y carro le valía más a un hombre
en Chicago que mil dó1ares, puede decirse que no era injusto pedir esta suma.
Pero si es así, entonces si un hombre que está muriendo de sed
está dispuesto a dar todas sus propiedades por un vaso de agua, será justo
exigir este precio; o si un hombre en peligro de ahogarse debiera ofrecer mil
dólares por una cuerda, podríamos rehusar arrojársela por un precio inferior.
Todas las personas son conscientes de que tal conducta sería digna de la mayor
repulsa.
El hecho es que todas las cosas tienen un valor intrínseco, se
determine como se determine, y que no puede ser aumentado porque nuestros
sufrientes semejantes puedan tener una necesidad apremiante de las mismas.
3. Este mandamiento prohíbe asimismo privar a los hombres de sus
propiedades sobre la base de un mero defecto técnico o defecto legal en su
título. Un defecto así puede ser efecto de una ignorancia inevitable, o de
pérdida por naufragio, fuego, robo u otros accidentes, de la evidencia de su
derecho.
La ley puede ser en estos
casos inexorable; puede que en conjunto sea correcto que así sea, pero sin
embargo la persona que se aprovecha de este defecto para lograr la posesión de
la propiedad de su prójimo quebranta el mandamiento que dice: «No hurtarás»,
esto es, no tomarás aquello que delante de Dios no te pertenece. El juego cae
bajo la misma categoría cuando se abusa de los incautos o de los poco diestros
para privarlos de sus propiedades sin compensación.
Sin embargo, es imposible
enumerar o clasificar los varios métodos de fraude. El código moral que
mantienen muchos negociantes y profesionales está muy por debajo de la ley
moral revelada en la Biblia. Esto es especialmente cierto con referencia al
octavo mandamiento en el Decálogo. Muchos que han mantenido un buen nombre en
la sociedad, e incluso en la Iglesia, quedarán atónitos en el último día cuando
encuentren la palabra «Ladrones» escrita tras sus nombres en el gran libro del
juicio.
EL NOVENO MANDAMIENTO.
Este mandamiento prohíbe
todas las violaciones de las obligaciones a la veracidad. La más grave de esta
clase de ofensas es dar falso testimonio contra nuestro prójimo. Pero esto
incluye todo pecado del mismo carácter general, lo mismo que el mandamiento «No
matarás» prohíbe darse a cualquier tipo de manifestación de malicia.
El mandamiento de mantener
la verdad de manera íntegra pertenece a una clase distinta de los que se
relacionan con el Sábado, con el matrimonio o con la propiedad. Estos últimos
están basados en las relaciones permanentes de los hombres en su actual estado
de existencia. No son inmutables en su propia naturaleza. Dios puede en
cualquier momento suspenderlos o modificarlos. Pero la verdad es en todo tiempo
sagrada, porque es uno de los atributos esenciales de Dios, de modo que todo lo
que milite contra ella, o que sea hostil a la verdad, se opone a la misma
naturaleza de Dios.
Es en tal sentido el
fundamento de todas las perfecciones morales de Dios, que sin ella no se puede
concebir Su existencia. A no ser que Dios sea realmente quien declara decir; a
no ser que signifique lo que dice que significa, a no ser que Él vaya a hacer
lo que promete, se pierde toda la idea de Dios. Por cuanto no hay Dios sino el
verdadero Dios, así sin verdad no hay ni puede haber Dios. Por cuanto este
atributo es el fundamento, por así decir, de lo divino, así es el fundamento
del orden físico y moral del universo.
¿Qué es la inmutabilidad de
las leyes de la naturaleza sino una revelación de la verdad de Dios? Son la
manifestación de Sus propósitos. Son promesas en las que confían Sus criaturas,
y por las que tienen que reglar sus conductas. Si estas leyes fueran
caprichosas, si no siguieran uniformemente los mismos efectos a las mismas
causas, la misma existencia de los seres vivientes sería imposible.
El alimento de ayer podría
ser veneno para hoy. Si no se cosechara lo que se siembra, no habría seguridad
en nada. Por ello, la verdad de Dios está escrita en los cielos. Es la
proclamación diaria hecha por el sol, Ia luna y las estrellas en su solemne
procesión a través del espacio, que tiene su eco en la tierra y en todo lo que
en ella hay. La verdad de Dios es asimismo la base de todo conocimiento. ¿Cómo
sabemos que nuestros sentidos no nos engañan, que la consciencia no es mendaz?
¿Que las leyes de la creencia que por la constitución de nuestra naturaleza
estamos obligados a obedecer no son una falsa guía?
A no ser que Dios sea
veraz, no puede haber certidumbre en nada; mucho menos puede haber seguridad
alguna; ninguna certidumbre de que el mal no triunfaría finalmente sobre el
bien, las tinieblas sobre la luz, y la confusión y la desgracia sobre el orden
y la felicidad. Por ello, hay algo terriblemente sagrado en las obligaciones de
la veracidad. Un hombre que peca contra la verdad peca contra la misma base de
su ser moral.
Así como un dios falso no
es un dios, tampoco un hombre falso es un hombre; nunca puede ser lo que el
hombre fue designado a ser; nunca puede responder al fin de su ser. No puede
haber en él nada estable, fiable ni bueno.
Hay dos clases de pecados que prohíbe el
noveno mandamiento. El primero es todo tipo de detracción; todo lo que es
injusta o necesariamente dañino para la buena fama de nuestro prójimo; y,
segundo, todas las violaciones de las leyes de la veracidad. Esto último, desde
luego, incluye lo primero. Pero al ser el falso testimonio lo que se prohíbe de
manera concreta, se debería considerar de manera separada. Detracciones.
La más grave forma de este
delito es dar falso testimonio ante un tribunal. Esto incluye la culpa de la
malicia, de la falsedad y una burla a Dios; y su comisión pone infamia sobre
aquella persona, y la excluye del círculo de la sociedad. Por cuanto golpe a la
seguridad del carácter, de la propiedad e incluso de la vida, es una ofensa que
no puede ser dejada de lado con impunidad. Por ello, el que jura en falso es un
criminal a la vista de la ley civil, y sujeto a la desgracia y castigo
públicos.
La calumnia es un pecado
del mismo carácter. Difiere del pecado de dar falso testimonio en que no se
comete en un proceso judicial, y de que no va acompañada por los mismos
efectos. Sin embargo, el calumniador pronuncia falso testimonio contra su
prójimo. Lo hace a oídos del público, y no de un jurado. La ofensa incluye los
elementos de malicia y de falsedad contra los que se dirige especialmente el
mandamiento. La circulación de falsos rumores, la «maledicencia», como se llama
en las Escrituras, es indicadora del mismo estado mental, y cae bajo la misma condenación.
Como la ley de Dios toma
conocimiento de los pensamientos e intención del corazón, al condenar un acto
externo condena la disposición que lleva a producirlo. Al condenar la
maledicencia contra nuestro prójimo, las Escrituras condenan un temperamento
lleno de sospechas, una disposición a atribuir malos motivos, y la mala
disposición a creer que los hombres sean sinceros y honrados al proclamar sus
principios y objetivos. Es lo opuesto a aquella caridad que «no piensa el mal»,
que «todo lo cree, todo lo espera.»
Es todavía más opuesto al
espíritu de esta ley que expresemos satisfacción por la desgracia de otros,
aunque sea de nuestros competidores o enemigos. Se nos manda «que nos gocemos
con los que se gozan, y que lloremos con los que lloran» (Ro 12:15). Los usos
de la vida, o los principios de los profesionales, permiten muchas cosas que
son inconsecuentes con las demandas del noveno mandamiento.
Se cita a Lord Brougham que
dijo en la Cámara de los Lores que un abogado no conoce a nadie más que a su
cliente. Está obligado per fas et
nefas, si es posible, a lograr su absolución. Si es necesario para
alcanzar este objetivo, tiene derecho a acusar y a difamar a los inocentes, e
incluso (según afirmaba el informe) a arruinar a su país. No es cosa insólita,
especialmente en juicios por asesinato, que los abogados del acusado atribuyan
el crimen a partes inocentes y que apliquen todo su ingenio a convencer al
jurado de la culpa de las mismas.
Ésta es una injusticia
malvada y cruel, una clara violación del mandamiento que dice: «No hablarás
contra tu prójimo falso testimonio.» Falsedad.
1. La definición más sencilla y global de la falsedad es enunciatio falsi. Esta enunciación no
tiene que ser verbal. Una señal o un gesto pueden ser tan significativos como
una palabra. Si, para tomar prestada la ilustración de Paley, se pregunta a un
hombre cuál de dos caminos es el correcto para ir a un determinado lugar, y él
señala intencionadamente al erróneo, es tan culpable de falsedad como si
hubiera dado la indicación falsa con palabras. Esto es cierto; no obstante, las
palabras tienen un poder peculiar.
Un pensamiento, un sentimiento o una convicción no quedan sólo más
claramente revelados en la consciencia cuando se revisten de palabras, sino
además fortalecidos por ellos. Todas las personas se dan cuenta de esto cuando
dicen: «Creo», o, «Yo sé que mi Redentor vive.»
2. La anterior definición de falsedad, aunque descansa sobre una
alta autoridad, es demasiado inclusiva. No es toda enunciatio falsi lo que es falsedad. Esta enunciación puede
hacerse por ignorancia o error, y por ello ser perfectamente inocente. Puede
incluso ser deliberada e intencional. Esto lo vemos en el caso de las fábulas y
de las parábolas, y en obras de ficción. Nadie considera la Ilíada o el Paraíso
Perdido como repertorios de falsedades.
No es necesario suponer que
las parábolas de nuestro Señor fueran historias reales. No tenían el propósito
de dar una narración de cosas verdaderamente acontecidas. Por ello, un elemento
en la idea de la falsedad es que haya intención de engañar. Pero incluso esto
no es siempre culpable. Cuando Faraón ordenó a las parteras hebreas que mataran
a los niños varones de sus compatriotas, lo desobedecieron.
Y cuando fueron llamadas a
dar cuenta de su desobediencia, le dijeron: «Las mujeres hebreas no son como las
egipcias; pues son robustas, y dan a luz antes que la partera venga a ellas. Y
Dios hizo bien a las parteras; y el pueblo se multiplicó y se fortaleció en
gran manera» (Éx 1:19,20). En 1 Samuel 16:1, 2 leemos que Dios dijo a Samuel:
«Te enviare a Isaí de Belén, porque de entre sus hijos me he provisto de rey. Y
dijo Samuel: ¿Cómo voy a ir?
Si se entera Saúl, me
matará. Jehová respondió: Toma contigo una becerra de la vacada, y di: A
ofrecer sacrificio a Jehová he venido.» Aquí, se dice, tenemos un caso de
engaño taxativamente ordenado. Saúl había de ser engañado en cuanto al objeto
del viaje de Samuel a Belén. Aún más marcada es la conducta de Eliseo tal como
se registra en 2 Reyes 6:14-20. El rey de Asiria envió soldados a apresar al
profeta en Dotán. «Y luego que los sirios descendieron a él, oró, Eliseo a
Jehová, y dijo: Te ruego que hieras con ceguera a esta gente. Y los hirió con
ceguera, conforme a la petición de Eliseo.
Después les dijo Eliseo: No
es éste el camino, ni es ésta la ciudad; seguidme, y os guiaré al hombre que
buscáis. Y los guió a Samaria. Y cuando llegaron a Samaria, dijo Eliseo:
Jehová, abre los ojos de éstos, para que vean. Y Jehová abrió sus ojos, y
miraron, y se hallaban en medio de Samaria», esto es, en manos de sus enemigos.
Pero el profeta no permitió que fueran dañados, sino que mandó que fueran
alimentados, y enviados de vuelta a su -señor. Ejemplos de esta clase de engaño
son numerosos en el Antiguo Testamento.
Algunos de ellos son
simplemente un registro factual, sin indicar cómo eran considerados por Dios;
pero otros, como en los casos anteriormente citados, recibieron bien directa,
bien indirectamente, la divina sanción. Es el sentimiento general entre los
moralistas que en la guerra son permisibles las estratagemas; que es legítimo
no sólo ocultar los movimientos decididos ante un enemigo, sino también
engañarle en cuanto a las propias intenciones. Una gran parte de la capacidad
de un comandante militar se evidencia en descubrir las intenciones de su
adversario, y en ocultar las propias.
Pocos hombres serían tan
escrupulosos como para rehusar tener encendida una luz en una habitación,
cuando hay peligro de robo, con el propósito de producir la impresión de que
los miembros de la familia están alerta. Sobre esta base, se admite
generalmente que en falsedades criminales tiene que haber no sólo una
enunciación o significación de lo falso, y una intención de engañar, sino
también una violación de alguna obligación.
Si hay alguna combinación
de circunstancias por las que alguien no está obligado a decir la verdad,
aquellos a quien se les hace esta declaración o se les significa no tienen
derecho a esperar que así sea. Un general no está obligado a revelar sus
intenciones a su adversario; y su adversario no tiene derecho a suponer que su
aparente intención sea su verdadero propósito. Elías no tenía obligación alguna
de ayudar a los sirios a que le arrestaran y dieran muerte; y ellos no tenían
derecho alguno a suponer que él fuera a ayudarlos.
Por ello, no hizo mal
engañándolos. Si una madre ve a un asesino persiguiendo a su hijo, ella tiene
todo el derecho a engañarlo por todos los medios en su poder; porque la
obligación general de hablar la verdad queda perdida, por este tiempo, en la
obligación más alta. Este principio no queda invalidado por su posible o real
abuso. Y ha sido muy abusado. Los Jesuitas enseñaban que la obligación de
impulsar el bien de la Iglesia absorbía o rebasaba toda otra obligación.
Por ello, en el sistema de
ellos, no sólo eran legítimos la falsedad y la reserva mental, sino también el
perjurio, el robo y el asesinato, si se cometían con el designio de avanzar los
intereses de la Iglesia. A pesar de esta susceptibilidad de ser abusado, el
principio de que una obligación más alta absuelve de otra inferior se mantiene.
Es el dictado incluso de la conciencia natural. Es evidentemente correcto
infligir dolor para salvar una vida. Es correcto someter a viajeros a una
cuarentena, aunque pueda interferir gravemente con sus deseos o intereses, con
el fin de salvar a una ciudad de la pestilencia.
El principio mismo queda
claramente inculcado por nuestro Señor cuando dijo: «Misericordia quiero, y no
sacrificio», y cuando enseñó que era correcto violar el Sábado a fin de salvar
la vida de un buey, o incluso para impedir que sufriera. Los Jesuitas erraron
al suponer que la promoción de los intereses de la Iglesia (en su sentido de la
palabra Iglesia) era un deber más alto que la obediencia a la ley moral.
Erraron también al suponer que los intereses de la Iglesia pudieran ser
promovidos por la comisión de crímenes; y su principio entraba en colisión
directa con la norma Escrituraria de que es malo hacer males para que vengan
bienes.
La cuestión bajo
consideración no es si jamás esté bien hacer lo malo, lo que seria un solecismo;
tampoco se trata de si es nunca correcto mentir; más bien se trata de qué es lo
que constituye una mentira. No es simplemente una «enunciatio falsi», ni, como lo definen comúnmente los moralistas
de la Iglesia de Roma, una «locutio
contra mentem loquentis», sino que debe haber una intención de engañar
cuando se espera y estamos obligados a hablar la verdad. Esto es, hay
circunstancias en las que un hombre no está obligado a decir la verdad, y por
ello hay casos en los que hablar o indicar lo que no es verdad no es mentira.
Nada podía tentar a los
mártires cristianos a salvar sus propias vidas ni las vidas de sus hermanos
negando a Cristo, o profesando creer en falsos dioses; en estos casos, la
obligación de decir la verdad estaba en pleno vigor. Pero en el caso de un
general en jefe en tiempo de guerra, no existe la obligación de indicar sus
verdaderas intenciones a su adversario. En su caso, el engaño intencionado no
es moralmente una falsedad.
Sin embargo, esto no
siempre se admite. Agustín, por ejemplo, considera pecado todo engaño
intencionado, no importa cuál sea el objeto o las circunstancias. «me
mentitur», dice él, «qui alliud habet in ammo, et alliud verbis vel quibuslibet
significationibus enuntiat.» Y prosigue: «Nemo autem dubitat mentiri eum qui
volens falsum enunuat causa fallendl, quapropter enuntiationem falsam cum
voluntate ad fallendum prolatam, manifestum est esse mendacium.»
Él examina los casos
registrados en la Biblia que parecen enseñar la doctrina opuesta. Ésta
pareceria ser la posición más sencilla que el moralista debería tomar. Pero,
como ya se ha visto, y como se admite generalmente, hay casos de engaño
deliberado que no son criminales. La posición de Agustín es consistente con lo
que hemos dicho anteriormente, de que hay ocasiones en las que una obligación
más alta absuelve de otra más baja, como lo enseña nuestro mismo Señor.
Pero este principio se
aplica al caso de la falsedad sólo cuando la enunciación de lo que no es verdad
deja de ser falsedad en el sentido criminal de la palabra.
YA SE HA VISTO
QUE ENTRAN TRES ELEMENTOS EN LA NATURALEZA DE LA FALSEDAD PROPIAMENTE DICHA:
(1) La enunciación de lo que
es falso.
(2) La intención de engañar.
(3) La violación de una promesa; esto es, la violación de una
obligación a hablar la verdad, que reposa en cada hombre de mantener la palabra
dada a su prójimo.
En campañas militares, como
ya se ha dicho, no hay expectativa ni derecho a ella de que un general vaya a
revelar sus verdaderas intenciones a su adversario, y por ello en su caso el
engaño no constituye falsedad, por cuanto no existe violación de una
obligación. Pero cuando un confesor era llamado por un magistrado pagano para
que declarara si era cristiano, se esperaba de él que dijera la verdad, y
estaba obligado a decida, aunque supiera que la consecuencia sería una muerte
cruel.
La sencilla norma
Escrituraria es que aquel que hace «males para que vengan bienes», su
«condenación es justa». Fraudes
piadosos. El fraude piadoso fue reducido por los Romanistas a una
ciencia y un arte. Fue llamado economía, de oikonomia, «dispensatio rei familiaris», el uso discrecional de
las cosas en una familia según las circunstancias. La teoria se basa en el
principio de que si la intención es lícita, el acto es lícito. Así, cualquier
acto designado para Promover cualquier fin «piadoso» es justificable en el
tribunal de la conciencia.
Este principio fue
introducido en un periodo temprano en la Iglesia Cristiana. Mosheim lo atribuye
a un origen pagano.45 Dice que los platónicos y pitagóricos enseñaban que era
digno de encomio mentir para promover un buen fin. Sin embargo, este mal tuvo
probablemente un origen independiente allí donde apareció. Es bien plausible
que surja espontáneamente en cualquier mente que no esté bajo el control de la
Palabra y del Espíritu de Dios. Agustín tuvo que contender en su tiempo contra
este error.
Había ciertos cristianos
ortodoxos que pensaban que era correcto afirmar falsamente que eran Priscilianistas
a fin de ganarse su confianza y poder así convencerlos de su herejía. Esto
suscitó la cuestión de si era permisible cometer un fraude para un buen fin; en
otras palabras, si la intención determinaba el carácter del acto. Agustín
defendió la postura negativa en esto, y argumentó que una mentira era siempre
una mentira, y siempre mala; que no era lícito decir una falsedad por ninguna
causa.
Especialmente condena todos
los «fraudes piadosos», esto es, los engaños cometidos en el pretendido ser
Vicio a la religión. Es lamentable que hombres buenos abogaran el por el
principio de que es cosa buena engañar por un buen fin. Es innegable que la doctrina
de los fraudes piadosos ha sido admitida y practicada por la Iglesia de Roma
desde que comenzó a aspirar a la supremacía eclesiástica.
Acaso no es un fraude la
pretendida donación de Italia al Papa por parte de Constantino? ¿No son un
fraude las Decretales Isidorianas? ¿No son fraudes los milagros obrados como
prueba de la liberación de almas del purgatorio? ¿No es fraude la pretendida
casa de la Virgen María en Loreto? ¿No es un fraude la huella (ex pede
Hercules) en una losa de mármol en la Catedral de Rouen? ¿No es un fraude la
pluma del ala del Arcángel Gabriel preservada en una de las catedrales
españolas?
Todo el mundo católico está
lleno de fraudes de esta clase; y la única posible base que los Romanistas
pueden asumir es que está bien engañar al pueblo para su bien. «Populus vult
decipi» es la excusa que le dio un sacerdote Romanista a Coleridge con
referencia a esta cuestión. Segundo, los fraudes piadosos son practicados no
sólo en la exhibición de falsas reliquias, sino también en la falsa atribución
a las mismas de poder sobrenatural. Dice el doctor Newman: «El fondo de
reliquias es inagotable; están multiplicadas por todas las tierras, y cada
partícula de las mismas tiene en sí misma al menos una dormida, y quizá activa
virtud de operación sobrenatural.» Bellarmino, naturalmente, ensena la misma
doctrina.
El doctor Newman dice que
los milagros obrados por reliquias ocurren a diario en todas partes del mundo.
No se trata de que la gente quede afectada favorablemente por las mismas por
medio de su imaginación o sentimientos, sino que las reliquias mismas son
poseedoras de poder sobrenatural. Nuestro Señor advirtió a sus discípulos que
no fueran engañados por prodigios mentirosos.
La Biblia (Dt 13:1-3) nos
enseña que cualquier señal o maravilla dada u obrada en apoyo de cualquier
doctrina contraria a la Palabra de Dios debe ser declarada falsa, sin mayor
examen. Por ello, si doctrinas como la de la supremacía del Papa; del poder de
los sacerdotes para perdonar pecados; de la absoluta necesidad de los
sacramentos como los únicos canales de comunicación de los méritos y de la
gracia de Cristo; de la necesidad de la confesión auricular; del purgatorio; de
la adoración de la Virgen y de la hostia consagrada; y el culto a los santos y
ángeles, son contrarias a las Sagradas Escrituras, entonces es cosa cierta que
todos los pretendidos milagros obrados en apoyo de las mismas son «prodigios
mentirosos», y los que los promulgan y mantienen son culpables de fraudes
piadosos.
Así, si, como dice Newman,
la Iglesia Católica, de Oriente a Occidente, de Norte a Sur, está rellena de
milagros, según nuestro concepto, tanto peor. Está rellena por todas partes con
los símbolos o enseñas de la apostasía.
EL DÉCIMO MANDAMIENTO.
Es una prohibición general
de la codicia. «No codiciarás» es una orden global. No desearás de manera
desordenada lo que no tienes. Y especialmente lo que pertenece a tu prójimo.
Incluye el mandamiento positivo de contentarse con las provisiones de la
Providencia, y la orden negativa de no afligirse ni quejarse debido a los
tratos de Dios con nosotros, ni envidiar la suerte y las posesiones de otros.
El mandamiento a tener contentamiento no implica indiferencia ni alienta a la
pereza.
Una disposición alegre y
contentada es perfectamente compatible con un debido aprecio de las buenas
cosas de este mundo, y con la diligencia en el empleo de todos los medios
apropiados para mejorar nuestra condición en la Vida. El contentamiento no
puede tener otro fundamento racional que la religión. La sumisión a lo
inevitable es sólo estoicismo, o apatía, o desesperación.
Las religiones de Oriente y
del mundo antiguo en general, hasta allí donde eran sujeto del pensamiento, al
ser esencialmente panteístas no podían producir nada más que un consentimiento
pasivo de ser llevados por un período definido por la irresistible corriente de
los acontecimientos, Y llegar luego a quedar disueltos en el abismo del ser
inconsciente.
Los pobres y los míseros
podían, con esta fe, tener bien pocas razones para contentarse, y estarían bajo
la más fuerte tentación para envidiar a los ricos y afortunados. Pero si
alguien cree que hay un Dios personal infinito en poder, sabiduría y amor; si
cree que la providencia de Dios se extiende sobre todas las criaturas y sobre
todos los acontecimientos; y si cree que Dios ordena todas las cosas, no sólo
globalmente para lo mejor, sino también para lo mejor para cada individuo que
pone su confianza en Él y que acepta Su voluntad, entonces seria una insensatez
no contentarse con las distribuciones de Su infinita sabiduría y amor.
La fe en las verdades a que
se hace referencia no pueden dejar de producir contentamiento allí donde la fe
es real. Cuando además consideramos los peculiares aspectos cristianos del
caso; cuando recordamos que este gobierno universal es administrado por
Jesucristo, en cuyas manos ha sido encomendada toda potestad en los cielos y en
la tierra, como Él mismo nos dice, entonces sabemos que nuestra parte está
determinada por Aquel que nos amó y que se entregó a Si mismo por nosotros, y
que se cuida de Su pueblo como un pastor se cuida de su grey, de manera que no
puede caer un cabello de nuestras cabezas sin Su autorización.
Y cuando pensamos en el
futuro eterno que Él ha preparado para nosotros, entonces vemos que los dolores
de esta vida no son dignos de ser comparados con la gloria que será revelada en
nosotros, y que nuestras ligeras aflicciones, que son por un momento, obrarán
por nosotros un sobremanera abundante y eterno peso de gloria; entonces el mero
contentamiento es elevado a una paz que sobrepasa a todo entendimiento, e
incluso a un gozo lleno de gloria. Todo esto queda ejemplificado en la historia
del pueblo de Dios tal como se revela en la Biblia.
Pablo no sólo podía decir:
«He aprendido a contentarme, cualquiera que sea mi situación» (Fil4:1l), sino
que también podía decir: «Por amor de Cristo, me complazco en las debilidades,
en afrentas, en necesidades, en persecución, en estrecheces» (2 Co 12: 10).
Ésta ha sido de manera clara la experiencia de miles de creyentes en todas las
edades. De toda la gente del mundo, los cristianos están obligados a
contentarse en todas las situaciones en que se encuentren.
Es fácil decir estas
palabras, y fácil para los que están cómodos imaginarse que están ejercitando
la gracia del contentamiento; pero cuando uno está aplastado por la pobreza y
por la enfermedad, rodeado por aquellos cuyas necesidades no puede suplir, y
viendo a aquellos a los que ama sufriendo y fatigándose bajo las privaciones
que sufren, entonces el contentamiento y la sumisión están entre las más altas
y más raras de las gracias cristianas. Sin embargo, mejor es ser Lázaro que
Dives.
La segunda forma de este
mal condenada por este mandamiento es la envidia. Es algo más que un deseo
desordenado de poseer algo que no se tiene. Incluye el dolor de que otros
tengan lo que nosotros no gozamos; un sentimiento de odio y de malicia contra
los más favorecidos que nosotros, y el deseo de privarlos de sus ventajas.
Este es un verdadero cáncer
del alma, produciendo tormento y carcomiendo todos los buenos sentimientos.
Montesquieu dice que cada hombre tiene una secreta satisfacción por las
desgracias hasta de sus más queridos amigos. Por cuanto la envidia es la
antítesis del amor, es de todos los Pecados el más opuesto a la naturaleza de
Dios, y nos excluye más eficazmente que cualquier otro de Su comunión.
Tercero, las Escrituras hacen sin embargo
mención más frecuente de la codicia bajo la forma de un deseo desordenado por
la riqueza. La persona cuya característica es la codicia tiene como principal
fin de su vida la adquisición de riqueza. Esto llena su mente, embota sus
afectos y absorbe sus energías. De la codicia en esta forma dice el Apóstol que
es la raíz de todo mal. Esto es: No hay mal, desde la mezquindad, el engaño, el
fraude, hasta el asesinato, a cuya comisión no haya empujado la codicia a los
hombres, o a los que no amenace siempre empujarles.
DEL CODICIOSO EN ESTE SENTIDO DE LA PALABRA LA BIBLIA
DICE:
(1) Que no puede entrar en el cielo (1 Co 6:10).
(2) Que es un idólatra (Ef 5:50). La riqueza es su dios, esto es,
aquello a lo que da su corazón y consagra su vida.
(3) Que Dios le aborrece (Sal 10:3). Este mandamiento tiene un
especial interés, por cuanto nos dice San Pablo que fue el medio de llevarlo al
conocimiento del pecado. «Tampoco habría sabido lo que es la concupiscencia, si
la ley no dijera: No codiciarás» (Ro 7:7).
La mayor parte de los otros
mandamientos prohíben actos externos, pero éste prohíbe un estado de corazón.
Muestra que ninguna obediencia externa puede cumplir las demandas de la ley;
que Dios mira al corazón, que Él aprueba o desaprueba los afectos y propósitos
secretos del alma; que un hombre puede ser un fariseo, puro externamente como
un sepulcro blanqueado, pero por dentro lleno de huesos de muertos y de toda
inmundicia.